Señor 3

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Crichton se sintió inquieto. Había hecho que otro médico se encargara de uno de sus casos para tener más tiempo que dedicar al estudio de Candy. Había descubierto un material muy interesante: grupos de soldados habían tenido alucinaciones en las que veían regimientos completos; varias personas habían oído hablar a cadáveres con los caballos que conducían el coche fúnebre al cementerio; toda una gama de gente había sufrido ilusiones y engaños ópticos en momentos de gran tensión emocional.
Pero todos habían recuperado siempre la capacidad de volver a razonar con lucidez. La alteración de sus percepciones sensoriales no había alterado su integridad psicológica.
De modo que, cuando Candy no fue a la entrevista esa tarde, y él llamó a la escuela para enfermeras y le informaron que faltaba desde hacía una semana, su preocupación le hizo pensar que algo no marchaba bien.
La llamó a su casa.
  —Sí, doctor Crichton, ya sé que he faltado a nuestra entrevista. Pero ha sucedido algo que... —Su voz tenía la desagradable tonalidad de alguien que habla sin ser consciente de lo que dice.
Hubo una pausa—. Anoche estaba durmiendo en mi cama, porque pensé que no tenía sentido seguir haciéndolo en el sofá... y al despertar... él estaba allí...
  —¿Está usted bien?
  —Sí... Pero no sé qué hacer...
  —¿Quiere venir a la clínica?
  —No. ¿Para qué? No sirve de nada...
  Crichton trató de imaginarla, aferrada al cordón del teléfono, procurando recordar quién era, mientras Alistair y Archivald la observaban desde algún lugar de la habitación.
  —Candy, dígame qué pasó.
  —Bueno... verá... Mis primos están por aquí... y es tan...
  —No tiene que avergonzarse. Es como contar un sueño.
  —Lo... he... visto...
  —¿Ha visto a un hombre?
  —Sí...
  —¿Está segura? ¿Podría describirlo?
  —Lo he visto, doctor Crichton y... era... increíble...
  El médico trató de controlar su impaciencia; ahora, por fin, ella había dado apariencia física a su ilusión y, de esta manera robustecía su engaño, hacía que fuera difícil dudar. Crichton no pudo dejar de admirarse de la tenacidad con que ella se había fabricado y aferrado a su engaño.
  —¿Qué apariencia tenía, Candy?
  —Alto... De unos dos metros...
  —¿Cómo sabe su altura?
  —Porque su cabeza sobrepasaba el marco de la puerta... Supongo, entonces, que sería aún más alto...
  Hubo una pausa

—¿Y?
  —Era escocés.
  —¿Escocés?
  —Sí. Tenía los ojos enrojecidos... pómulos pronunciados y un rostro... Y, no sé por qué, me dije que tenía que ser escocés...
  —¿Y no podría haber sido británico o italiano?
  —¡Qué sé yo! Le he dicho lo que me pareció.
  —Por supuesto, por supuesto. ¿Qué más?
  —Tenía ojos de un azul cielo. Era muy musculoso, con gruesas venas en el cuello... como un atleta...
  —¿Cómo iba vestido?
  —Estaba desnudo.
  —¿Desnudo?
  —Por completo.
  —¿Estaba excitado sexualmente?
  —Bueno... No del todo... algo.
  —Ya veo.
  —Era tan alto... que eso fue lo que más me asustó.
  —Comprendo.
  —Me hacía callar con un murmullo y tenía un dedo sobre los labios, como si quisiera que yo guardara un secreto.

—¿Y él mismo era ese secreto?
  —Sí, eso es. Se estaba mostrando a sí mismo.
  —¿Por qué?
  —Porque yo se lo pedí.
  Crichton se calló para concentrarse e intentar descubrir lo que se ocultaba detrás de las palabras de Candy. A veces tenía la sensación de que ella, con su personalidad dinámica, se recubría de máscaras para recuperar el control; otras, era como si se escapara de él y sólo dejara palabras detrás.
  —Bueno —explicó Candy —, en realidad no le pedí que se mostrara, más bien se lo exigí. ¿Quién eres? ¿Qué quieres? Frases así.
  —Es lo que cualquiera hubiera hecho en su lugar.
  Se produjo un larguísimo silencio. Crichton se humedeció los labios; era obvio que aún no estaba dicho todo, pero ella esperaba que él la obligara a decirlo.
  —¿Qué pasó después?
  —Me siguió hasta la cama y... y...
  —¿Tuvo relaciones sexuales con usted?
  —Sí. Entonces creo que me desmayé. ¡Fue todo tan intenso! Yo me estaba disolviendo en una luz... una luz que era él mismo... una luz roja y fría. Debo haber perdido el conocimiento.
  —¿Cómo se siente ahora?
  —Agotada... débil...
  —Muy comprensible, Candy. Tiene que haber sido una experiencia muy desagradable. ¿Quiere pasar por la clínica?
  —No. Prefiero estar sola. Necesito aclarar mis ideas.
  —Puedo mandar un coche a buscarla o ir yo personalmente.
  —No. No quiero verlo... todavía no...

—No será necesario. Estoy bien.
  —Candy, escuche bien, por favor. Le he explicado que no le ocurrirá nada si hay otra persona con usted en la misma habitación. Quizás si adelantara la boda.
  —Sí, pero...
  —Le recomiendo que traslade a alguien a su dormitorio y lo haga dormir en un saco de dormir o en lo que sea. Ya sé que puede ser una molestia para los dos, pero no creo que desee volver a tener otra experiencia desagradable.
  —Está bien, doctor.
  —No deje de hacerlo. De la escuela para enfermeras llamaron hoy al hospital y me pidieron que confirmara que estaba usted bajo tratamiento. Su profesora me dijo que hacía casi una semana que no la veía.
  —¿Y?
  —No quiero controlar su vida, Candy, pero deseaba saber si había alguna razón que justificara su ausencia.
  —No tiene ningún sentido que siga yendo.
  —¿Por qué?
  —Porque no puedo concentrarme. Además, ¿qué? No me gusta tampoco el banco ¿que pueden hacerme los del banco...?
  —No se trata de eso, pero...
  —Todo eso me parece tan lejano...
  —Me gustaría que no faltara a clases.
  —Ya estoy demasiado atrasada con las lecciones.
  —Tomarán en consideración que ha estado usted enferma y recuperará el tiempo perdido.
  —¿Para qué?
  El tono monocorde, el desinterés de la voz de Candy parecían haber sido reproducidos de un texto de estudio. "La belle indifference era el término psiquiátrico". Ella se había disociado de sí misma. Ya no le importaba lo que pudiera ocurrirle, ya no resistía.
Intentó restablecer contacto por entre las brumas de la indiferencia de ella.
  —Por una razón muy simple. Le están enseñando habilidades que servirán para su propia disciplina. Eso le dará confianza en sí misma, y además, estará mejor preparada para encontrar trabajo cuando tenga el título.
  Candy no dijo nada durante un rato. Cuando respondió lo hizo sin ningún entusiasmo.

—Lo haré, si eso es lo que usted quiere.
  —¡Fantástico! Ya verá como pronto se agradecerá a usted misma el haber vuelto a la normalidad. Nos vemos mañana. Venga a mi despacho y yo la acompañaré a la sala de conferencias.
  —Hasta mañana.
  Candy colgó el teléfono.
  Crichton, sentado ante el escritorio, garabateó varias notas finales, las incorporó a la carpeta, y miró la hora en el reloj de la pared. Todavía disponía del despacho durante otra hora más; decidió analizar la alucinación que Candy acababa de describirle.
  La mente de Candy estaba proporcionándole imágenes explícitas y de gran contenido. ¿Por qué? ¿Qué representaban para ella? ¿Cómo pudo su inconsciente elaborar una criatura tan extraña y exótica? ¿Y cuánto tiempo necesitaría él para empezar a adivinar siquiera las respuestas?

Al ojear la carpeta se dijo que todo estaba lleno de vacíos, vacíos, vacíos. Todo el caso estaba lleno de ellos. ¿Cuándo podría llenarlos? Permaneció allí durante una hora. Por cada idea que parecía aclarar algún punto del problema, aparecían otras cien que oscurecían y confundían sus conclusiones. Pensó en todo aquello que aún ni siquiera habían revisado juntos, que yacía en áreas desconocidas. Intentó delinear el problema, descubrir dónde estaba la parte de la estructura más débil, a la que tenía que llegar con mayor urgencia.
  Deseó que ya fuera mañana. Tal vez los miembros del equipo de psiquiatras del hospital fueran capaces de llenar algunos de esos vacíos.

BertDonde viven las historias. Descúbrelo ahora