Escocés

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   Albert estaba ahí.

  Candy había logrado zafarse del beso de Terry y sin darle tiempo a reaccionar había corrido hasta el salón buscando a sus primos, y al girar, su príncipe de la colina se encontraba conversando amenamente con Elisa y sus amigas.
¡Se suponía que era su invitado! —pensó tomando valor para tomar su lugar en la mesa asignada para la familia, a lo que Albert le siguió después sentándose a su lado.

  Al rato, un mesero se acercó a Candy y le entregó una cajita dorada.
  —Es para usted.
  —Lo siento, debe de haber un error. Yo no he pedido nada.
  —Uno de esos caballeros de la mesa de los banqueros te lo envía. Y me ha pedido que te diga que le romperás el corazón si lo rechazas. —Con una sonrisa en dirección a Albert, añadió—: ¿Le traigo otra copa, señor?
  —Creo que estamos servidos, gracias —respondió él, con la mirada clavada en Candy mientras ella examinaba a caja, dándole vueltas.
  Al abrirla, encontró una tarjeta de visita y un bombón envuelto en papel metalizado dorado. En la tarjeta leyó:
   Brad Campbell, MBA
  Vicepresidente, Mercado de capitales
  Banco de Londres
  Calle Bloor, oeste, n.º 55, 5.ª planta...
   Al darle la vuelta, vio que había escrito una nota con una letra que denotaba confianza:
   Srta Ardlay:
  Siento que hayamos empezado con mal pie.
  La envoltura del chocolate me recuerda tus precioso rizos rubios.
  Brad
  Por favor, responda lo más pronto.

Con delicadeza, Candy abrió el envoltorio y se metió el bombón en la boca. «Celestial». ¿Cómo había sabido que le encantaba el chocolate?

Mientras tanto, Albert se estaba mordiendo los nudillos de la mano derecha como un animal desquiciado. Tenía que ponerle fin a su suplicio de alguna manera.
  —¿No te habrás comido eso?
  Candy volvió la cabeza bruscamente. Había estado tan perdida en las sensaciones cuasi orgásmicas inducidas por el bombón que se había olvidado de Albert.
  —Estaba delicioso.
  —Podrían haberte drogado. ¿Nadie te ha dicho que no debes aceptar dulces de extraños, niña?
  —Supongo que esa norma no se aplica a las manzanas, ¿no, Albert?
  Él entornó los ojos ante el brusco cambio de tema. ¿Se había perdido algo?
  —Y no soy una niña —añadió, refunfuñando.
  —Pues deja de comportarte como si lo fueras. No pensarás guardar eso, ¿no?
  Señaló la caja que ella acababa de meter en el bolsito.
  —¿Por qué no? Parecía simpático.
  —¿Serías capaz? ¿Serías capaz de liarte con un hombre al que has conocido en un baile?
  Candy frunció el cejo y el labio inferior le empezó a temblar.
  —¡No me he liado con nadie! ¿Y tú? ¿No te has liado nunca con una mujer en un baile? ¿Y no te la has llevado a casa? Yo no lo he hecho nunca, aunque no veo que eso sea asunto tuyo, Tio.
  Albert se ruborizó. No podía contradecirla, sería demasiado hipócrita por su parte. Pero algo de lo que había pasado entre ella y Terry, el hijo del duque, lo había alterado. Con un gesto de la mano, pidió otro whisky.
  Por su parte, Candy pidió otro ponche, esperando que el combinado afrutado pero potente la ayudara a olvidarse del hombre cautivador y cruel que estaba sentado a su lado, pero que nunca podría ser suyo.
  Cuando Patty regresó y se dejó caer agotada en el asiento, Candy se excusó y buscó los servicios. La arrogancia y condescendencia de Albert la ponían furiosa. Al parecer, no la quería, pero tampoco quería que nadie más se le acercara. ¿Qué demonios le pasaba?
  Estaba tan absorta en sus pensamientos que no se percató de que había un hombre en el pasillo y tropezó con él. Cuando estaba a punto de caerse al suelo, el hombre la agarró.
  —Gracias —murmuró ella. Al levantar la cabeza, vio que se trataba de Terry.
  —No pasa nada —dijo él, soltándola de inmediato.
—Estaba buscando el baño.
  Terry señalo con la otra mano.
  —Está hacia el otro lado. —Y volviendo a mirar el camino que ella había hecho, exclamó—: ¡Maldita sea!
  —¿He hecho algo?
  Él negó con la cabeza.
  —No, no. Es que tengo problemas... para expresarme.
  Candy le dirigió una sonrisa compasiva.
  —Lo siento Candy, no debí.
  —Yo también. —Terry la miró de arriba abajo y añadió—: Estoy impresionado.
  —¿Ah, Por qué?
  El hombre rió con ironía.
  —¿Lo preguntas en serio? Mira a tu alrededor. ¿Cuántas de las parejas que ves crees que han venido juntas?
  —Oh. ¿Y que sucede?
  —Eso vas a tener que preguntárselo a él. ¿Desde cuando conoces a Albert?
  Candy se sintió mal.
  Al darse cuenta de su expresión, Terry trató de tranquilizarla.
—Eh, está aquí contigo. Eso debe de significar algo, sin duda.
  Ella se miró las manos y jugueteó con sus uñas.
  —Bueno, en realidad no está conmigo. Es el tío Albert.
Terry a miró como si se hubiera vuelto loca.
  —Estás de broma, ¿no?. Veo cómo reaccionan las mujeres cuando está cerca. No puede quitárselas de encima.
  Candy volvió a sentir náuseas, pero luchó contra ellas, alzó la vista y se encontró con un par de ojos azules muy enfadados.
  —Señor Albert—saludó Terry.
  —Terius—contestó.
  Candy pensó que sus oídos la habían engañado, pues le había parecido que la voz de Albert había sonado como un gruñido animal surgido de lo más profundo de su pecho, pero no podía ser.
—Te debo una copa —dijo, antes de despedirse con una inclinación de cabeza y desaparecer.
  Ella se dirigió hacia el baño.

—¿Adónde crees que vas? —preguntó Albert, siguiéndola.
  —Al servicio de señoritas, aunque no sabía que fuera asunto tuyo.
  Él la sujetó por la muñeca y no pudo resistirse a acariciarle con el pulgar las venas que latían bajo su pálida piel.
  Candy ahogó una exclamación.
  Albert tiró de ella, arrastrándola hasta un pasillo largo y oscuro y empujándola contra la pared. Sin dejar de acariciarle la muñeca, sintió cómo el pulso se le aceleraba y apoyó la otra mano en la pared, a la altura de su hombro. Estaba atrapada.
  Se permitió un momento para aspirar su aroma a vainilla mientras se pasaba la lengua por los labios, pero no parecía contento en absoluto.
  —¿Por qué te ha besado?. ¿Por qué te llama Candy y te invita a copas?
  —¡Me llama Candy porque ése es mi nombre! Tú eres el único que no lo usa. Y, a estas alturas, aunque quisieras hacerlo, te diría que no. Será mejor que de ahora en adelante me llames señorita Ardlay. Y no le he besado.
  —¿Cómo que no? Te he visto. En el bosque. ¿Con cuántos hombres a la vez piensas quedar?
  Ella negó con la cabeza, demasiado enfadada para responder, y trató de escabullirse por debajo de su brazo, pero él la atrapó por la cintura.
  —Baila conmigo.
  —¡Ja! ¡Ni loca!
  —No seas rebelde.
  —Sólo estoy empezando a ser rebelde, Tio.
  —Ten cuidado —susurró él en tono amenazador.
  Candy sintió que un escalofrío le recorría la espalda.
  —¿Por qué no me clavas un puñal en el corazón y acabamos antes? —susurró, mirándolo fijamente—. ¿No me has hecho ya bastante daño?
  Albert la soltó inmediatamente y se tambaleó hacia atrás.
  —Candice. —Su tono estaba a medio camino entre un reproche y una pregunta. Frunció el cejo, muy disgustado. No estaba enfadado. Más bien parecía herido—. ¿Tan perverso soy? —murmuró.
  Ella negó con la cabeza, con los hombros hundidos.
  —No tengo ningún deseo de hacerte daño. Todo lo contrario —dijo él al ver que había vuelto a adoptar una postura sumisa y le buscó la boca con la mirada. Vio que el labio inferior le temblaba. Y también que no sabía adónde mirar.
  «Está asustada, imberbe».
  —Antes has dicho que no te había invitado a bailar. Te invito ahora —añadió, suavizando mucho su tono de voz—. Candice, ¿me harías el honor de bailar conmigo, por favor?
  Y sonrió con la cabeza un poco ladeada, un gesto que usaba mucho cuando quería seducir a una mujer, pero que no tuvo el efecto deseado, porque Candy no alzó la vista. Alargando la mano, volvió a acariciarle la muñeca, como si estuviera pidiéndole disculpas a su piel, aunque ésta no las habría aceptado de haber podido hablar.
  Candy se llevó a mano al cuello instintivamente, como si estuviera sufriendo un latigazo cervical por culpa de su vaivén emocional. Al levantar la vista hacia su garganta blanca como la nieve, Albert volvió a fijarse en sus venas azules, que vibraban con cada latido.
  «Como un colibrí —pensó—. Tan diminuta, tan frágil. Ten cuidado...».
  Candy tragó saliva y buscó una salida con la vista.
  —Por favor —insistió, con los ojos brillándole en la oscuridad.
  —No sé bailar.
  —Estabas bailando hace un momento.
  —Bailar lento es distinto. Te pisaré y te haré daño con los tacones. O tropezaré y acabaré en el suelo y te sentirás avergonzado. Ya estás bastante enfadado conmigo... —El labio le empezó a temblar de un modo más evidente.
  Él dio un paso hacia ella, que se apretó contra la pared casi como si tratara de desaparecer a través del muro. Albert le cogió la mano y se la llevó a los labios ceremoniosamente. Con una sonrisa decidida, se inclinó y le acercó la boca a la oreja. La piel de Candy vibraba con su cercanía y la calidez de su aliento.
  —Candice, ¿cómo podría estar enfadado con alguien tan dulce? Te prometo que no me enfadaré ni me sentiré humillado. Ya verás como sí sabes bailar —susurró. Su voz era suave pero decidida; seductora y sensual; whisky escocés y licor de menta—. Ven conmigo.

BertDonde viven las historias. Descúbrelo ahora