Bert 2

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  —Señora Ardlay, venga por aquí, por favor —dijo la enfermera.
  Candy, resignada, entró en una habitación llena de tubos, cilindros, y botellas con líquidos densos y de feo aspecto. Unas máquinas en el interior de recipientes de acero emitían diferentes clases de zumbidos. Algunos técnicos examinaban muestras de sangre sobre los mostradores. Se estremeció. Había dejado de ser persona para convertirse en una pieza más de una inmensa maquinaria médica. Incluso la luz era diferente: verdosa y fría. La enfermera abrió una cortina. Candy entró en el compartimento y se desvistió.

Lloviznaba sobre la mansión Ardlay de Chicago. Candy aún no había vuelto de la clínica. En los árboles, pájaros sombríos piaban una y otra vez en lúgubres tonos, ocultos entre el ramaje. La casa estaba fría y daba la impresión de encontrarse deshabitada.
  Alistair estaba en el fregadero y tenía una vaga conciencia de su figura, reflejada en la ventana negra. Archivald lo miraba, sabía que tarde o temprano también caerían sobre sus hombros otras responsabilidades; pero, por el momento, se encargaba tan sólo de pequeñas tareas, gestos insignificantes destinados a aliviar a Candy de su trabajo como la única heredera directa.
  No era vergonzoso padecer una enfermedad mental. Se contraía como la gripe o tantas otras cosas parecidas. Lo grave parecía ser la falta de una medicina que pudiera curarla; no existía un microscopio que identificara las células dañadas.   Su rostro se puso tenso. Pensar en microscopios y células le había recordado el colegio y las clases de biología, dos cosas que detestaba. Especialmente las malolientes aulas, parecidas a pequeñas prisiones, y esos odiosos profesores, que se divertían humillando a sus alumnos enfrente de toda la clase. Eran seres insignificantes, con unas vidas ínfimas por delante, y ninguna esperanza de que les ocurriera algo interesante. Los odiaba.
  Hacía una semana que no iba al banco, y no le importaba nada. Le tenía sin cuidado lo que pudieran decirle o hacerle, que tampoco podía ser muy grave, ya que pronto cumpliría veintiún años y podría marcharse. Sin embargo, algo le preocupaba. Era un mal momento para abandonar la familia, especialmente ahora, que Candy se encontraba enferma. No quería aumentar sus problemas, aunque ¿qué sabía ella de él, de sus sueños, de sus pensamientos? ¿Qué sabe ahora? Ella estaba convencida de que a él lo único que le importaban eran los coches. Incluso bromeaba con Anne sobre esta manía. Pero se trataba de algo más que de herramientas y grasa; él tenía una meta, un gran objetivo. No deseaba terminar atrapado en un hoyo. Y los coches eran el primer paso para empezar a subir.
  Su mirada se perdió en la distancia, y las manos de Alistair permanecieron inmóviles en el agua jabonosa mientras pensaba en su futuro, que sería incluso más impresionante que el de su tío abuelo William...
—o Albert.

Miró la hora. Eran casi las seis. ¿Por qué se había retrasado tanto Candy? Esperaba que no le hubiera ni ocurrido nada malo en la clínica, que no hubiera sufrido uno de esos ataques en los que veía cosas extrañas. ¡Qué terrible debía ser enfermar así! Archivald había escuchado hablar de personas cuyas personalidades habían cambiado por completo; seres dulces y tiernos se volvían retorcidos, silenciosos, reconcentrados en sí mismos, perdidos entre las sombras, sin querer salir nunca de casa, reacios incluso a bañarse. El espanto no era la enfermedad, sino los cambios que provocaba, hasta el punto de convertirla en una persona tan diferente que uno podía llegar a odiarla, a desear escapar de alguien a quien se había amado en otra época. Intentó pensar en otra cosa. Aunque Candy cambiara mucho, él no podría abandonarla nunca.
  Sus rasgos se endurecieron al recordar a Terry. Farsante. Siempre tratando de aparentar que era alguien muy importante. Iba de un lado para otro del país como un gángster de Las Vegas y cuando se le ocurría pasaba por Chicago para quedarse una semana. Usaba la fama de su madre igual que si ella fuera... sí, igual que si fuera una put. ¿Por qué Eleanor se lo permitía? ¿Qué diablos veía en un tipo como ése? ¿Dónde estaba el respeto? Maldito sinvergüenza.
  Un plato se quebró en el suelo.
  —¡Mierda!
  Se agachó para recoger los pedazos, ásperos y fríos. Los introdujo en una bolsa de papel que arrojó al basurero. Mientras buscaba las astillas más pequeñas, otro plato se estrelló en el suelo.
  ¿Qué estaba pasando? Envolvió los pedazos, que parecían trozos de hielo, en un periódico. Los fragmentos del plato parecían flotar dentro del papel, como si no tuvieran peso alguno. Los arrojó al cubo de la basura, donde chocaron unos contra otros, rompiéndose en trozos aún más pequeños. Cerró el cubo con la tapa.
  —¡Archie!
  Se dio la vuelta. Stear lo miraba desde el living en sombras.
  —¿Qué quieres?
  —¡Mírame!
  Archivald avanzó hasta el pasillo que unía el living con la cocina. Tenía algo extraño en los ojos, como si estuviera embrujada. Todo su cabello estaba erizado.
  —¿Por qué has hecho una tontería semejante? ¡Vete a peinar de inmediato!
  —No lo he hecho yo. Se hizo solo. Archivald lo miró furioso.
  —¡No digas idioteces! ¡Vete a peinar! Ahora no tengo ganas de jugar y la tía Elroy se disgustará mucho si te ve así cuando llegue.
  —Te he dicho que yo no...
  —¡Stear!
  Su hermano lo miró con expresión ofendido. Pero, de pronto, sus ojos centellearon maliciosos. Dijo:
  —Te está pasando a ti también.
  Archie se llevó las manos a la cabeza. Su pelo se ondulaba antes de enderezarse, erizado sobre el cuero cabelludo.
  —¡Pareces un payaso! —comentó Alistair riendo.
  —Debe ser esta maldita humedad —dijo Archivald peinándose.
  —¡Es muy divertido!
  El muchacho tomó a Alistair de un brazo, lo arrastró hasta el fregadero y mojó su peine, con el que la peinó con fuerza.
  —¡Me haces daño!
  Se abrió la puerta de la calle y entró Candy. Parecía cansada, el cuerpo laxo, el abrigo y la cara chorreando agua. Los ojos estaban hundidos en sombras. Intentó sonreír sin conseguirlo.
  —Siento haberme demorado, pero el doctor...
  —No te preocupes —dijo Archivald —. Han comprado ravioles y leche.
  Candy agradeció con un gesto desganado. Se quitó el abrigo y se dejó caer en la silla junto a la mesa de la cocina.
  —¿Y tú, cómo has estado? —preguntó a Alistair.
  —Bien —dijo y se calló ante la mirada de advertencia de Archivald—. Hemos avanzado.
  —Eso está bien —comentó Candy distraída.
  No podía pensar sino en una serie interminable de enfermeras, médicos y técnicos rodeándola mientras ella yacía en una fría camilla de cuero y escuchaba sus explicaciones. Era bueno haber vuelto a casa. Sus primos le daban fuerza. Pero estaba exhausta, hasta el punto de ser incapaz de concentrarse siquiera en la comida que tenía delante. Masticaba despacio, sin darse cuenta de lo que hacía. La oscuridad al otro lado de la ventana pareció hacerse más intensa.

—¿Escuchan eso? —murmuró.
  Archivald se quedó mirándola con el tenedor en la mano.
  —No. ¿Qué quieres que escuchemos?
  —Ese ruido bajo el suelo de la casa.
  Alistair y Archivald la miraron, sin saber si se trataba de un juego. Pero pronto comprendieron que no era una broma.
  —Yo no escucho nada —dijo Archivald.
  Hubo un sonido parecido a un lamento en los cimientos de la construcción.
  —¿Y ese ruido también es imaginación mía? —preguntó Candy con voz estridente.
  Salieron a la calle. La lluvia chorreaba desde el alero y las persianas, y en la oscuridad las gotas parecían relampaguear antes de caer al suelo. El agua se arremolinaba junto a los cimientos de la casa, allí donde la construcción se apoyaba en el terreno fangoso.
  Viejas planchas y cuerdas húmedas colgaban de las vigas. Alistair avanzó retorciéndose por un espacio en el que apenas cabía; su linterna recorrió con un haz de luz las cañerías y los bloques de concreto, los trozos de alambre y los insectos deslumbrados por la luz.
  —¡No hay nada aquí abajo!
  Rellenó con cartón las partes en las que las cañerías se rozaban unas con otras. Tenía la frente cubierta de serrín y el sudor chorreaba por sus brazos. Hizo una mueca al sentir trepar algunos insectos por su mano.
  —¡El ruido venía de debajo del dormitorio! —gritó Candy.
  Alistair avanzó un poco más en la oscuridad, abriéndose paso por entre ladrillos, resortes de metal y cañerías mohosas. Un crujido metálico y violento sacudió la casa.
  —¡Stear! ¿Estás bien?
  —¡Sí! ¡Creo que lo que cruje son los pilares del dormitorio!
  Se inclinó para descubrir el sitio exacto en el que las cañerías se introducían en los soportes. Rellenó los huecos con periódicos viejos y restos de cartón. Después, se recostó contra los soportes. Nada. Ni un ruido. Reinaba un silencio total en la oscuridad.
  Al cabo de media hora tenía la camisa empapada en sudor y la cara cubierta de polvo y telarañas; una extraña suciedad había manchado sus pantalones, tenía un olor curioso, parecido al de un metal oxidado. No sin dificultad logró volver a la superficie y se refugió bajo el paraguas que sostenía Candy.
  —¿Qué pasaba?
  —Eran las cañerías que chocaban contra los pilares. Al apoyarme en ellas hicieron ese ruido.
  —Y antes de que tú te apoyaras, ¿qué las hacía sonar?
  Alistair se encogió de hombros y se quitó las telarañas del pelo. La luz de la calle iluminaba el rostro de Candy desde un ángulo que suavizaba sus hermosas facciones. Alistair la miró a los ojos e intentó descifrar su expresión. Empezaba a comprender el abismo ante el que se encontraba.
  —Ésta es una casa muy grande y vieja, Candy. Seguramente se ha movido un poco, eso es todo.
  —Parecía que alguien la estuviera moviendo —dijo Candy nerviosa.
Entraron en la casa. Alistair se duchó y cambió de ropa. Algo había cambiado en la mansión y era como si ya no estuvieran solos en ella.
  Candy se despidió de los dos con un beso y esperó a que Alistair se marchara a su dormitorio. No podía luchar contra la sensación de que todo era diferente ahora; la atmósfera parecía más densa, cargada de electricidad.
  Apagó todas las luces menos una. Se quitó la falda y la blusa.
  El doctor le había dicho que procurara dormir lo más posible. Se sentía tan cansada que estaba segura de dormirse enseguida. Se metió entre las sábanas y cerró los ojos.
  Poco a poco fue relajándose. Como una droga, la fatiga hacía que le pesaran los brazos y piernas y dificultaba sus reflexiones. La sensación de que pasaba algo extraño en la casa se hizo cada vez menos intensa. Sólo el termostato hacía ruido de vez en cuando. Cada vez eran más densas las sombras de su cerebro, extrañas imágenes, distorsionadas, furiosas.
  Se sumergió en lo más profundo de su ser. Recordó el ente que había conocido, acciones y gestos se delinearon y retorcieron en su búsqueda. Sentía una gran lasitud. Estaba segura de que la buscaban. Por entre corredores y sitios baldíos, alguien la estaba buscando. Y vio su cara, los rasgos destacados por extrañas luces. La cara avanzó con una sonrisa al encuentro de ella. Y lo distinguió por su nombre...
  —¡¡¡Albert!!!

BertDonde viven las historias. Descúbrelo ahora