África 2

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Era de día y hacía calor. Los lobos no atacaban durante el día cuando hacía calor, y tampoco lo hacían en solitario, sino en manada, pero incluso en ese caso normalmente sólo en las noches de invierno. Eso era lo que decía la sabiduría popular, y sin embargo, Mi padre había muerto en un hermoso y luminoso día de verano, asesinado por un perro lobo. Me acordé entonces del revólver de padre, en el asiento de al lado, donde lo había puesto para ocasiones como ésa. Lo apoyé sobre mi regazo.
Avancé con los caballos un poco, lentamente, estrechando los ojos en la penumbra. Segui la misma ruta que recordaba hasta finalmente detenerme en el lugar que, supuse, era el mismo donde habían atacado los lobos.
Los caballos levantaron sus cascos y bufaron, impacientes, nerviosos. Yo me mantuve muy quieto y no dejé de mirar al mismo lugar bajo la sombra de un aliso donde me había parecido ver a mi padre en mi niñez la última vez. Miré y escuché un lejano susurro entre los árboles, probablemente producido por pájaros y ardillas.
Un cuervo graznó, como en tono de reproche. Un pájaro cantó.
Seguí observando sentado durante varios minutos, escuchando cada sonido que me rodeaba, el golpeteo de la lluvia contra los árboles, mi propia respiración.
Por fin, lenta, muy lentamente, de la luz y la sombra color sepia que caía contra las temblorosas hojas, recordé.
Y señale hacia delante, hacia los rincones más profundos del bosque.
Seguí; las ruedas giraban contra el suelo húmedo y cubierto de acículas y se oía el chasquido de las ramas que rompía a su paso.
Así, seguí adentrándome en el bosque durante buena media hora.
Confuso, miré a mi alrededor y no vi nada más que los mismos alisos y pinos. Esperé unos minutos, me metí la pistola entre la cinturilla de mis pantalones y bajé de la calesa. Amarré a los caballos a una rama y comencé a investigar la zona. No había nada que se saliera de lo normal, solamente el mismo denso follaje de antes y una tierra oscura cubierta casi enteramente por una alfombra de hojas muertas y hojas de pino.
Pero cuando caminé hasta el gran árbol donde se había alzado el recuerdo, el suelo se hundió de repente, suave y mullido bajo mis pies. Aparté los húmedos detritos vegetales y descubrí tierra recién excavada, más oscura y más suelta en comparación con el resto de tierra que me rodeaba.
El corazón comenzó a latirme más deprisa. Rápidamente, aparté a un lado más cantidad del follaje muerto y, al hacerlo, descubrí algo duro y blanco: un fragmento de hueso, de un animal, pensé. Pero antes de poder examinarlo, los caballos emitieron unos agudos relinchos de pánico.
Al alzar la vista, vi un lobo que corría agachado y a toda velocidad entre los árboles, no en dirección a la calesa y los caballos cautivos, sino hacia mí.
Me puse derecho y durante una fracción de segundo contemplé la espeluznante idea de que el destino me hubiera conducido hasta allí para que yo corriera la misma suerte que mi padre; imaginé mi brillante sangre mezclada con la suave lluvia y tachonando el bosque con un rocío carmesí.
El lobo embistió. Yo saqué la pistola de debajo de mi abrigo y disparé. A poco más de un metro, el animal emitió un estridente y canino aullido y cayó, a mitad del salto, cuando había llegado al punto más alto, sangrando por la coyuntura entre pata y hombro.
Pero se recuperó y se levantó, vacilante, cojeando a tres patas y vino hacia mí. Me vi obligado a disparar otra vez; en esa ocasión, la proximidad me permitió dispararle una bala exactamente entre sus severos ojos blancos. La criatura cayó al suelo del bosque con un aullido que terminó con un estertor de la muerte.
Lo único que quería era dejarme caer contra el tronco de árbol más cercano y controlar mis temblores, pero el inquietante recuerdo de los dos lobos muertos tendidos en la entrada de nuestro panteón familiar me convenció de tener la pistola preparada.
Se oyó un crujido de ramas y hojas; el segundo lobo apareció escasos segundos después. Me obligué a esperar hasta que estuvo lo suficientemente cerca como para apuntarle con precisión y cuando por fin me dispuse a disparar, tuve que controlar mi tembloroso brazo derecho con el izquierdo. El lobo arremetió y apreté el gatillo, pero la fina lluvia que se filtraba por la bóveda del bosque dejó el arma cubierta de humedad; con el disparo, se me resbaló dentro del puño y la bala se desvió de su trayectoria.
Tardé una fracción de segundo en darme cuenta de que había fallado el tiro y supe que todo estaba perdido. El lobo saltó a mi garganta. Su cuerpo colisionó contra el mío, e hizo que la pistola se me cayera de la mano. Unas patas enormes me cayeron con fuerza sobre los hombros y los golpearon contra el suelo mojado. Me armé de valor para prepararme para el dolor de esos crueles dientes sobre mi cuello y no pensé ni en lo irónico de mi destino sino en Candy y nuestro futuro truncado.
El lobo agachó la cabeza y me miró con unos grandes ojos incoloros y salvajes. Su jadeante boca reveló una larga lengua rosa y unos colmillos amarillentos que resplandecían por la saliva que los cubría. Gruñó y abrió la boca preparándose para matar a su presa. Sentí su aliento, caliente sobre la expuesta y tierna piel de mi cuello. Respirando entrecortadamente, cerré los ojos y me preparé para morir.
Pero entonces ocurrió lo imposible.
Sentí movimiento al otro lado de mis ojos cerrados, pero a ese movimiento no le acompañó el dolor de mi garganta mientras era despellejada y partida en dos. El calor que sentía en el cuello quedó reemplazado por la fría humedad del bosque y la presión de las patas contra mis hombros desapareció.
Abrí los ojos y vi que el lobo se había retirado. Ahora estaba sentado a mis pies como un jadeante y obediente perro, con la lengua asomando por su mortífera boca.
Me incorporé y me quedé sentado. El lobo gruñó, abrió y cerró la boca, y se dispuso a arremeter otra vez, pero en el último instante se contuvo con renuencia, como si una barrera invisible y no deseada lo refrenara.
No perdí ni un instante en preguntarme la causa de ese sorprendente fenómeno.
Encontré el revólver cerca, sobre el suelo, y me moví despacio, furtivamente hacia él mientras el lobo expresaba su desagrado mediante gruñidos, aunque permanecía quieto. Por fin, alargué la mano rápidamente hacia la pistola y disparé a bocajarro contra la criatura, que se resistió tan poco que me hizo sentir lástima. Murió con un suave aullido mientras su cabeza caía sobre sus patas delanteras.
Después, sólo hubo silencio; ni siquiera se oyó el correteo de una ardilla o el canto de un pájaro, únicamente el suave y constante golpeteo de la lluvia sobre el follaje.
No apareció un tercer lobo.
Cuando mis temblores cesaron, marqué con pisadas el perímetro de la tierra hundida. Era una extensión mucho más pequeña de lo que me esperaba, tal vez sólo un metro cuadrado... demasiado pequeño para un cuerpo.
Con un sombrío regocijo que rayaba la histeria, comencé a reírme: Obsesionado, comencé a cavar con nada más que mis manos.
El esfuerzo me hizo sudar. La humedad había hecho que la tierra pesara y después de una hora, o quizá dos, estaba empapado, cubierto de fango y dolorido. La lluvia estaba cayendo con fuerza. Ya estaba a punto de darme por vencido cuando mis dedos helados por fin tocaron algo suave y blando bajo el agua turbia.
Sentí como una fina capa de tela. Desesperadamente, aparté el barro suficiente para calcular las dimensiones del premio oculto.
Era un cuadrado de aproximadamente treinta centímetros por cada lado y cuando cavé lo suficiente hondo como para poder meter los dedos debajo, pude notar que aparentemente lo que había debajo de la tela era un caja perfectamente cuadrada de un material muy duro, o metal o madera.
Me arrodillé sobre el suelo blando y mojado y me eché hacia delante, metiendo primero los dedos y después las manos bajo la caja. Me llevó un rato poder agarrarla bien y necesité de un buen impulso para sacarla de la tierra mojada, pero por fin di un enorme tirón y salió con un sonido parecido al de una succión.
Me eché hacia atrás, de cuclillas, y estudié mi tesoro: estaba envuelto por varias capas de fina seda negra, ahora empapada y mugrienta, pero demasiado nueva y en un estado demasiado bueno como para llevar más de un día enterrada. Impaciente, la desenvolví y lo que descubrí debajo fue una sencilla caja de madera sin barnizar hecha de pino autóctono y con un pestillo de burdo latón.
Puse la caja en el suelo y corrí el pestillo; me corté en el dedo pulgar con su afilado borde sin pulir, pero dada mi ansiedad cargada de pavor, no me importó. Colé los dedos bajo la tapa e intenté abrir la caja. Me supuso un gran esfuerzo, ya que la madera estaba hinchada por la humedad, pero por fin lo logré, levanté la tapa.
Y grité al ver los ojos de George abiertos de par en par y nublados por la sombra de la muerte.
Me puse de pie y la caja se me cayó de las manos. La cabeza de George rodó por el empapado follaje haciendo ruido contra el agua y fue a quedar cara arriba sobre el mismo borde de la fosa abierta. Al rodar, algo cayó de su boca abierta.
Alargué la mano hacia el objeto blanco que había sobre el oscuro y brillante suelo y levanté una cabeza de ajo.
Le habían cercenado el cuello del mismo modo que a padre, tenía la boca llena de acre hierba. Su piel tenía un tono más blanco de lo que habría creído posible para un ser humano; era exactamente el color de la tiza, incluso más claro que los mechones de pelo alborotado que le salían del cuero cabelludo en todas las direcciones.
Unos truenos bramaron mientras miraba, aterrado, la cabeza seccionada. De pronto, un aguacero comenzó a colarse con fuerza entre los árboles que me cobijaban vertiendo una cascada de agua sobre mí y sobre mi desafortunado y antiguo amigo, a la vez que me limpiaba de barro las perneras de los pantalones y las mangas. La lluvia aporreaba los ojos ciegos y abiertos de George, le pegó el pelo a la cabeza y arrastró las ramas y arena que le cubrían y la hoja de aliso que le había estado colgando de su mejilla blanca como el mármol.
Por un instante pensé que iba a vomitar, pero lo que se vertió de lo más profundo de mi atemorizado ser fue totalmente inesperado.
Comencé a reírme.
Al principio en bajo, después con un tono cada vez más agudo y alto hasta que el sonido se tornó histérico. Eché atrás la cabeza y me reí con más fuerza mientras lloraba y dejaba que la lluvia se mezclara con mis lágrimas, que golpeara mis ojos abiertos como le hacía a los ojos sin vida de George, dejaba que llenara mi boca marcada por un rictus sonriente hasta que me doblé hacia delante, con arcadas, y aun convulsionando por ese regocijo cargado de horror.
Porque me di cuenta de una cosa: La visión de mi padre había aparecido por primera vez antes de la muerte de George. Lo de George era una mera coincidencia, algo que había surgido en el último momento.
Había un tesoro que encontrar.
Y lo encontré, padre. Oh, claro que lo encontré.
Extendí los brazos para recibir la lluvia mientras giraba en círculos como un niño comprobando cuánto podía aguantar hasta marearse. Bailé, aplastando la maleza, haciendo caso omiso de los lobos, despreocupado; hundí los pies en el margoso suelo alfombrado y me detuve cuando cedió, como si un perro empeñado en sacar un hueso lo hubiese excavado.
Encontré huesos, un cementerio lleno de ellos y todos eran calaveras. Calaveras grandes y también pequeñas. A los niños los habían enterrado sin ningún miramiento; encontré sus cabezas en una fosa común. Muchos de los diminutos cráneos tenían forma irregular y apuntaban a una supina deformidad. Un niño tenía media cabeza de más emergiéndole del cráneo, como si a pesar de esforzarse al máximo no hubiera logrado dar a luz a Atenea.
Dejé de abrir las cajas después de la segunda, que contenía la cabeza de un hombre con un grado de descomposición de meses y que estaba resbaladiza por el musgo que la cubría; sin embargo, continué con mi frenética excavación y reuní las pequeñas cajas como si se tratara de trofeos. Pero después de unas veinticuatro, además de demasiados cráneos de niños como para contarlos, vi cómo mi maníaca energía se agotaba, aunque el suelo siguió cediendo en varios puntos a mi alrededor.
¿Y cuántos más cementerios como éste se ocultaban en el infinito bosque?
Demasiados lugares para que un hombre pudiera excavar. Para que un hombre pudiera soportar.
Pero ¿adónde habían ido a parar los cuerpos, los andes de los adultos y los pequeños y contrahechos de los pobres niños de quienes alguien se había deshecho?
Ah, George, creo que también encontré la respuesta a esa pregunta.
Había fragmentos de hueso entremezclados con la mata de ramas, hojas y acículas que alfombraban el suelo del bosque. Después de examinar en detalle la tierra, me convencí de que los cuerpos se habían dejado allí para los lobos. Los fragmentos eran lo único que quedaba después de que los animales hubieran cascado los huesos más grandes en pedazos entre sus poderosas mandíbulas para llegar hasta el sabroso tuétano.
¿Quién sabe cuánto me quedé allí, escarbando como un loco entre el fango? ¿Cómo se podría esperar que alguien llevara cuenta del tiempo ante semejante horror?
Lo único que sé es esto: que cuando por fin me derrumbé, temblando, exhausto, incapaz de levantar otro puñado de tierra mojada, caí sobre el suelo, alcé la vista hacia las ramas fijándome en una diminuta grieta de cielo enrojecido y supe que las nubes se habían disipado y que el sol se estaba poniendo.
Estoy seguro de lo que sucedió entonces; un reconfortante estado de locura se había apoderado de mí por completo y había reducido mi mente a una tabula rasa, incapaz de recordar el pasado, incapaz de retener el presente. No recuerdo si dejé en su sitio las cabezas y huesos que había descubierto (rezo por haberlo hecho, para proteger al pobre George y a las víctimas que son sus compañeros de alguna otra vejación post mortem), pero al parecer logré arrastrarme hasta la calesa y conducir de vuelta a casa.
Cuando llegué despeinado, empapado y cubierto de barro, me encontraba sumido en un delirio. Tío dice que he estado enfermo con fiebre durante dos días, uno de ellos fue una temperatura tan peligrosamente alta que a la noche temieron que no fuera a sobrevivir.

BertDonde viven las historias. Descúbrelo ahora