Violada 2

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Los focos de la mansión Ardlay de Chicago lanzaban una luz difusa, que bajo la niebla adquiría tonalidades crueles y azuladas; la humedad giraba de manera perceptible alrededor de los reflectores, y las gotas de agua subían y bajaban arrastradas por las corrientes. Y llenando toda la atmósfera estaba el olor del mar lejano.
—Ya no tiene sentido dormir aquí —dijo Candy y señaló el sofá con un gesto.
—Supongo que no —respondió Alistair.
—Si él quiere venir lo hará de todas maneras.
—Sí. Debieron acompañarlo cuando murió, seguramente su cuerpo fue poseído.
Candy sentía una necesidad desesperada de preguntar a Alistair si había visto algo la otra noche, qué había sentido. Pero la horrorizaba incluso la idea de tratar de averiguarlo.
—El doctor me había dicho que durmiera en el sofá, con alguien cerca.
—Pero también en el sofá te enfermaste.
«Enfermaste», pensó Candy. Alistair cree que fue una enfermedad. Lo miró, pero el chico rehuyó sus ojos. El chico parecía extraño. Tal vez él mismo no supiera muy bien qué pensar.
—Creo que puedo volver a dormir en mi cama, donde estoy más cómoda. Además, si de todas maneras voy a enfermar...
—Como quieras.
—¿Qué te ocurre, Stear?
—No entiendo lo que está pasando.
La simplicidad de la afirmación encogió el corazón de Candy. Vivían casi la misma ambigüedad fatal; ninguno de los dos sabía ya lo que era real y lo que no lo era.
—¿Al doctor no se le ocurre ninguna explicación? —preguntó Alistair.
Ella hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Tiene cientos de ideas, pero ninguna parece servir de mucho.
—Bueno, creo que en ese caso es mejor que te vuelvas a la cama. No creo que dormir en el sofá te ayude gran cosa.
Candy se sintió angustiada. El Dr. Crichton se había equivocado al decirle que era mejor que durmiera en el sofá, y ahora lo único que quedaba por hacer era procurar soportar en la mejor forma posible lo que el destino le deparara. E intentar sobrevivir.
—Parece que he vuelto al punto de partida —comentó.
Sacó las mantas del sofá y Alistair la observó ir al dormitorio; sin decir nada, tomó las almohadas y la siguió. Candy abrió la puerta con el pie; hacía frío dentro.
—Todo parece estar igual —murmuró casi para sí misma.
—Hace frío aquí.
—Stear, si te pregunto algo, ¿me prometes decir la verdad?
—Sí.
Candy dejó las mantas sobre la cama deshecha e intentó comportarse de la forma más normal posible. Encendió la lámpara y la luz iluminó su suave rostro. Sus ojos ocultos en la oscuridad, miraron a Alistair con una expresión triste, confusa, anhelando una respuesta.
—Anoche, ¿oliste algo extraño?
—¿En el living? Nada especial.
—Tienes que decirme la verdad, Stear.
—Te la he dicho.
—Está bien. Sólo quería aclarar algunas cosas que tengo algo confusas en mi cabeza.
Candy se sentó en el borde de la cama.
—Y ahora... ¿tampoco hueles nada?
—No... no sé, Candy...
—¿Cómo puedes no saberlo?
—Estoy muy confuso. Sé lo que tú hueles, y a veces me parece que yo también siento ese olor, pero es porque tú me lo has descrito.
—¿Ahora? ¿No estás seguro?
—Creo que sí. Yo...
—¿Qué hueles?
—Tú sabes.
—¿Qué?
—Algo dulce, como si hubiera una persona perfumada.
Candy tocó el velador con dedos temblorosos. Alistair pensaba que era una persona, y eso era algo que a ella no se le había ocurrido nunca: una persona.
La oscuridad detrás de las ventanas era completa. Pequeñas volutas de niebla cubrían el exterior de los cristales. Candy observó el juego de las luces en el agua. Después, lentamente se dio la vuelta.
—¿No sería mejor que fuéramos a casa de Annie?
—No nos quieren allá. Tú sabes que a los Britter no le gusta tenernos en su casa.
—Sí, puede ser. Entonces ya no sé qué podemos hacer.
Alistair estaba de pie, incómodo, su silueta recortada contra la ventana. Candy no se había sentido nunca antes tan sola en toda su vida.
—¿Quieres que me quede aquí, contigo? —preguntó Alistair en voz baja.
Candy sonrió. Una sonrisa sin alegría, triste y tan desesperanzada que partió el corazón de su primo.
—Tú eres lo que más quiero en el mundo, Stear. No soportaría que nadie te hiciera daño.
Alistair no comprendió lo que quería decirle. Todo era tan confuso. No se atrevió a despedirse de ella con un beso y se marchó. Sus pasos se alejaron por el corredor.
La neblina se transformó en una ligera llovizna, pero poco después el tiempo mejoró. Candy se desvistió. Su figura dibujó sombras alargadas contra la pared. Alistair abrió la puerta de su dormitorio para comprobar que Candy no había cerrado la de ella. Alcanzó a ver la silueta en sombras de ella.
«No hay ninguna solución», pensó ella. Ni el médico ni nadie pueden proporcionármela. No existe una explicación racional. Colocada entre dos alternativas igualmente escalofriantes, su mente empezó a divagar. Lo que le sucedía ¿era real o no?
Dormía con la lámpara de la mesa de noche encendida. Se sorprendió de que estuviera apagada al despertar a medianoche.
—¿Stear?
—Shhhhhhhhhhhhh...
Antes de que pudiera lanzar un grito, una mano húmeda le cubrió la boca. Quiso moverse, pero tenía los pies atrapados y las manos sujetas a la espalda.
—Shhhhhhhhhhhhh...
Alguien la sujetaba. El borde de la cama se hundió con el peso de otro cuerpo. Podía verlo y, sin embargo, no había nadie. Sus ojos se desorbitaron por efecto del espanto. Sintió una caricia helada en el muslo. Se debatió con violencia.
—Shhhhhhhhhhhhh...
Un dedo recorrió su pecho con suavidad.
Agitó la cabeza desesperada. Una mano sujetó con fuerza su cabello: una advertencia.
Era incapaz de hacer un gesto o emitir un sonido. Durante un segundo no sucedió nada. Todo estaba tan oscuro que Candy no alcanzaba a divisar ni el contorno de la pared. Con voz agónica preguntó:
—¿Quién eres?
Los dedos descendieron por su vientre.
—¿De dónde vienes?
—Shhhhhhhhhhhhh...
Con mucha delicadeza le abrieron las piernas. Algo le sujetaba los pies, algo distinto de lo que acariciaba sus muslos. La tensión pareció relajarse, la noche se hizo más cálida. Se erizaron los pelos de sus brazos y la piel pareció recibir el pinchazo de incontables agujas.
—¿Quién eres?
Ella respiraba con dificultad, entre bocanadas.
En medio de las sombras le pareció verse en el
espejo. Entonces comprendió que el aire a su alrededor empezaba a solidificarse en algo transparente que brillaba. Un vapor se alzó del suelo ante ella.
—Dios mío...
La transparencia parecía un humo denso del que irradiaba una luz rojiza, fría, letal.
—Shhhhhhhhhhhhh...
Una forma, algo parecido a un brazo, revoloteó en el aire, cada vez más grande y brillante. Todo el cuerpo de Candy estaba bañado en la luz, sus muslos desaparecían bajo las sombras que producía la extraña iluminación.
—Shhhhhhhhhhhhh...
Después se formaron los poderosos hombros de fuertes músculos, las orejas...
Candy intentó liberarse de las sombras y quiso apoyarse contra la cabecera de la cama.
—Shhhhhhhhhhhhh...
La cara difuminada que la miraba, desde una gran altura, tenía una sonrisa lasciva.
Todas las paredes refulgían, y parecían abrirse. Llegó un momento en el que Candy perdió toda noción del espacio y sólo pudo percibir la luz que tenía enfrente, una luz que no era como las otras. Creyó que deliraba. Tenía calor. Se sentía mareada. Hizo un esfuerzo por respirar.
Las ventanillas de la nariz de la aparición se estremecieron de placer. Los labios eran suaves, los ojos... los ojos azules enrojecidos, en forma de almendra y la miraban como si conocieran cada partícula de su cuerpo, cada recoveco de su ser.
La figura estaba completa. Y llevó uno de sus dedos a los labios.
—Shhhhhhhhhhhhh...
Temblorosa, aturdida, se arrastró por la cama, sin saber dónde estaba ni qué hacía. Su cuerpo era como de goma, la voz no brotaba de su garganta. Se sentía afiebrada, acalorada.
Una mano se posó en su cintura y, como una flor, la hizo volverse con delicadeza. Galaxias parecían explotar en su cerebro. Todo estaba dominado por un calor y ella se dejó absorber, se disolvió en la inimaginable fuerza hasta dejar de existir.

Despertó a la mañana siguiente. Estaba atravesada y desnuda sobre la cama, sin fuerzas siquiera para levantarse. Escuchó levantarse a Alistair en su dormitorio. Abrió los ojos y lentamente logró sentarse al borde de la cama. Los cristales de la ventana, secos en ese momento, conservaban las huellas del polvo acumulado la noche anterior.
Fue al baño y cerró la puerta para ducharse. Permaneció allí durante casi una hora.

BertDonde viven las historias. Descúbrelo ahora