Baile

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Recuerdos... del baile y de frases dichas por Albert... ¿será? ¿Será posible?—pensaba Candy.

Al tomarla de la mano, un nuevo escalofrío le recorrió el brazo. Mientras Albert esperaba su reacción, ella se quedó muy quieta. Se sentía muy rara. Un momento antes estaba temblando, pero en ese instante parecía no poder moverse.
  —Por favor —le rogó con un hilo de voz, con los ojos clavados en su pecho.
  —Pensaba que esta noche éramos Candice y Albert.
  —En realidad no quieres bailar conmigo. Es el whisky el que habla por tu boca.
  Él enarcó las cejas. Habría respondido de mala manera, pero se reprimió. Lo estaba provocando. Parecía que supiera exactamente qué botones tenía que pulsar para que saltara.
  —Sólo un baile. No es mucho pedir.
  —¿Por qué quieres bailar con una niña? —murmuró ella, súbitamente fascinada por la punta de sus zapatos.
  Albert se puso tenso.
  —No quiero bailar con una niña, quiero bailar contigo, Candice. Pensaba que tú también querrías bailar con alguien que no fuera a acosarte en la pista y que no se tomara "libertades" contigo en un salón lleno de hombres sexualmente agresivos.
  Ella lo miró con escepticismo, pero no dijo nada.
  —Estoy tratando de mantener a los lobos a raya —añadió Albert en voz baja.
  «Un león manteniendo a raya a los lobos —pensó ella—. Muy adecuado».
  Pero él no parecía tomárselo a broma. Sus intensos ojos azules la mantenían clavada en el sitio.
  —Si bailas conmigo, aunque sólo sea una vez, nadie te molestará. Y eso será muy de agradecer —aclaró con una débil sonrisa—. Con suerte, nadie volverá a acercarse a ti y podré bajar la guardia durante el resto de la noche.
  A ella no le hizo ninguna gracia, pero se dio cuenta de que era una tontería discutir con él. A esas alturas de la vida estaba acostumbrado a salirse con la suya.
  «Pero no siempre fue así. ¿No es cierto, Albert?».
  —¿Qué quieres que bailemos? —preguntó él, con una mano apoyada en la parte baja de su espalda, mientras volvían al salón—. Pediré que pongan lo que tú quieras. ¿Qué tal tango? Podría pedir "el día que me quieras".
  Albert sonrió para que viera que estaba bromeando pero Candy no se dio cuenta, porque estaba mirando el suelo para no tropezar y no avergonzar a Albert. Sin embargo, en cuanto el nombre de la canción salió de sus labios, se quedó petrificada.
  Se detuvo tan bruscamente que fue él quien casi chocó contra su espalda. Albert sintió la tensión de su cuerpo con la punta de los dedos y se arrepintió de haber pronunciado el nombre. La rodeó para mirarla a la cara y lo que vio lo dejó muy preocupado.
  —Candice, mírame.
  Ella contuvo la respiración.
  —Por favor —insistió él.
  Obedientemente, Candy levantó la vista y lo miró a través de sus largas pestañas. Vio que estaba asustada y, sobre todo, muy incómoda y se le encogió el estómago.
  —Ha sido una broma... de mal gusto. No ha tenido ninguna gracia. Nunca pediría esa canción para bailar contigo. Sería una blasfemia horrible someter a alguien como tú a unas palabras como ésas.
  Candy parpadeó, confusa.
  —He sido un auténtico... stronzo esta noche. Pero elegiré algo bonito. Te lo prometo.
  No queriendo soltarla por miedo a que saliera huyendo, se la llevó con él hasta la orquesta y, deslizando un billete en su dirección, susurró su petición. La Cantante sonrió y asintió, saludando a Candy con la mano antes de ponerse a buscar su encargo.
  Albert la guió hasta la pista de baile y la acercó a él, aunque no demasiado. Se fijó en que sus manos, mucho más pequeñas que las suyas, habían empezado a sudar. Ni se le ocurrió pensar que esa reacción pudiese tener algo que ver con el tango que había mencionado. Lo que pensó fue que Candy le tenía una gran antipatía y que él había empeorado las cosas con su prepotencia y sus modales insultantes, cuando lo único que pretendía era ahuyentar a los lobos que habían acudido a olisquear sus faldas.
  «¿Y por qué tengo que preocuparme yo de quién se le acerca? Ya no es una niña. Ni siquiera somos ya amigos».
  Ella se estremeció y Albert volvió a lamentar haber sido tan brusco. Era un ser delicado y evidentemente muy sensible. No debería haber mencionado que había notado que era una niña. Había sido un comentario zafio. George se habría sentido horrorizado y con razón.
  Trataría de compensarla. Trataría de demostrarle a la hermosa Candice que era capaz de comportarse como un caballero. Sujetándola con delicadeza por la cintura, la acercó un poco más. La respiración de ella se aceleró inmediatamente.
  —Relájate —susurró él, rozándole la mejilla con los labios accidentalmente.
  Sus cuerpos se acercaron hasta que sus pechos entraron en contacto separados sólo por la ropa. El pecho masculino, duro y fuerte, contrastaba con el suave y blando de ella. Albert bailó, comportándose de un modo irreprochable.
  Candy no reconoció la canción que había pedido. La vocalista cantaba en español y, aunque no entendía la letra, reconoció las palabras «bésame mucho». Sabía poco español, pero lo suficiente para entender eso. Moviéndose al compás del lento ritmo latino, Albert la guió como un experto por la pista de baile. Que hubiera elegido una canción tan romántica hizo que ella se ruborizara.
  «Te besé mucho, Albert, durante una única y gloriosa noche. Pero tú no te acuerdas. Me pregunto si te acordarías si te besara otra vez...».
  Notó que el dedo meñique de él rozaba la tira de la bombacha por encima del vestido y se preguntó si sabría lo que estaba tocando. Al pensar que probablemente sí, sintió que la piel se le encendía. Disimuló fijando la mirada en los botones de la camisa de Albert.
  —Sería mejor que me miraras a los ojos. Te sería más fácil seguirme.
  Al hacerlo, vio que la estaba mirando con una sonrisa amplia y genuina que hacía muchas semanas que no veía en su cara. Aunque el corazón le dio un brinco, Candy le devolvió la sonrisa y, por un instante, bajó la guardia, aunque por el momento eso era lo único que pensaba bajar.
  La expresión de él se volvió más solemne.
  —Tu cara me resulta familiar. ¿Estás segura de que no nos vimos antes de sacarte de la cascada?
  Los ojos de Candy se iluminaron esperanzados.
  —No se, pero...
  —Habría jurado que nos habíamos visto antes —la interrumpió él, arrugando la frente.
  —Albert—dijo ella, tratando de revelarle la verdad con la mirada.
Pero él respiró hondo, negando con la cabeza, había recordado su pesadilla.
  —No, supongo que no. Pero me recuerdas a la Beatriz del cuadro de Holiday. ¿No te parece curioso que tú también tengas ese cuadro en tu habitación?
  Si Albert hubiera sabido qué buscar, o si se hubiera fijado un poco más, habría visto que el brillo esperanzado desaparecía de los ojos de Candy.
  Ésta se mordió el labio inferior.
  —Un... un amigo me habló de ese cuadro. Por eso compré la lámina.
  —Tu amigo tenía buen gusto.
  La respuesta de ella le molestó, pero le quitó importancia diciéndose que lo que le molestaba era que hubiera vuelto a tensarse entre sus brazos. Suspiró y apoyó la frente en la suya, acariciándole el rostro con su aliento.
  Olía a Tabarone y a algo genuinamente suyo y potencialmente peligroso, pensó Candy.
  —Candice, te prometo que no te morderé. No estés tan tensa.
  Aunque sabía que Albert estaba tratando de hacerla sentir cómoda, se tensó un poco más. Estaba harta de su temperamento voluble. No era una marioneta con la que pudiera jugar dependiendo de sus cambios de humor. No podía librarse de la sensación de que todo aquello había sido provocado por un banquero rubio que le había enviado un bombón. Más que un baile, era una oportunidad de proclamar su supremacía.
  —No me parece que esto sea muy paternal—dijo ella, molesta.
  La sonrisa de él se desvaneció y sus ojos destellaron.
  —No lo es, señorita Ardlay. No estoy siendo paternal contigo. En mi defensa, sólo puedo alegar que quería bailar con la chica más bonita del colegio.
  La preciosa boca de Candy se abrió ligeramente, pero en seguida apretó los labios con fuerza.
  —No te creo.
  —¿Qué es lo que no crees? ¿Que eres de lejos la mujer más hermosa que hay aquí esta noche, con el debido respeto para las demás? ¿O que un insensible como yo quiera bailar una canción romántica contigo?
  —No te burles de mí.
  —No lo estoy haciendo, Candice.
  Cuando la sujetó con más fuerza por la zona lumbar, ella ahogó una exclamación. Albert había esperado provocarle una reacción, pero sus propias entrañas eran las que habían reaccionado. Pero lo que él no sabía era que no era la primera vez que la tenía agarrada de esa manera. Había sido el primer hombre en hacerlo y la piel de Candy nunca había dejado de añorar su contacto.
  Cuando la excitación dio paso a la indignación, Albert la observó divertido.
  —Cuando no estás frunciendo el cejo y me miras con tus ojos grandes y dulces, eres muy bella. Eres atractiva siempre, pero en esos momentos pareces un ángel. Casi como si fueras... Te pareces a...
  La miró como si la hubiera reconocido y Candy dejó de bailar.
  Apretándole la mano, lo miró a los ojos, animándolo a recordar.
  —¿A quién, Albert? ¿A quién te recuerdo?
  La cara de él perdió toda expresión. Negó con la cabeza y sonrió tristemente.
  —Ha sido una ilusión pasajera. No te preocupes, señorita Ardlay, el baile casi ha llegado a su fin. Pronto te librarás de mí.
  —Ojalá pudiera —murmuró ella.
—¿Qué has dicho? —preguntó pegando su frente a la suya una vez más.
  Sin pensar en que su acción iba a resultar demasiado íntima, le soltó la mano y le apartó un mechón de cabello de la cara, aprovechando para rozarle la piel del cuello con los nudillos mucho más tiempo del necesario.
  —Eres hermosa—susurró.
  —Me siento como Cenicienta. El Tío abuelo William me ha comprado el vestido y los zapatos —replicó ella, cambiando totalmente de tema.
  Albert bajó la mano.
  —¿De verdad te sientes como Cenicienta?
  Candy asintió.
  —Cuesta tan poco hacerte feliz... —reflexionó él en voz alta—. El vestido es precioso. Candy debía de saber que el azul es tu color favorito.
  —¿Cómo sabes que el azul es mi color favorito?
  —En tu habitación hay cosas azules por todas partes.
  Ella hizo una mueca y desvió la vista al recordar su primera y única visita a su suit.
  Albert quería que lo mirara a él. Sólo a él.
  —Y los zapatos son exquisitos —añadió, mirándola de arriba abajo.
  Ella se encogió de hombros.
  —Tengo miedo de caerme.
  —No lo permitiré.
  —El Tío abuelo William es muy generoso.
  —Lo es.
  Candy asintió.
  —Pero no como yo. —Las palabras que salieron de la boca de él sonaron más como una pregunta que como una afirmación.
  —Yo no he dicho eso. De hecho, creo que puedes ser muy generoso cuando quieres.
  —¿Cuando quiero?
  —Sí. Estaba hambrienta y tú me diste de comer. —«Dos veces», añadió para sus adentros.
  —¿Estabas hambrienta? —repitió Albert horrorizado, con la voz ronca y dejando de bailar—. ¿Estás pasando hambre? —Sus ojos se convirtieron en dos piedras preciosas, frías como el hielo y su voz se enfrió a la temperatura del agua que corre bajo un glaciar.
  —No literalmente, Albert, sólo he echado de menos algunas cosas. Filetes. Y manzanas. —Lo miró con timidez, tratando de calmarlo.

  Pero él estaba demasiado alterado como para darse cuenta de la referencia a las manzanas. No sabía porque sintió aquella desesperación de que a Candy le falte dinero para sus cosas.
  Muy lentamente, Albert volvió a bailar, guiándola con suavidad por la pista de baile.
  Bajando la vista hacia sus pies, preguntó:
  —¿Vas a tener que vender los zapatos para comprar comida? ¿O para pagar libros?
  —¡Por supuesto que no! Son un regalo de mi Tío abuelo William. Más o menos. Nunca me desprenderé de ellos. Pase lo que pase.
  —¿Me prometes que si alguna vez necesitas dinero acudirás a mí? ¿Por la memoria de tu tío abuelo William?
  Candy apartó la vista y guardó silencio.
  Él suspiró y añadió en voz más baja:
  —Sé que no me he ganado tu confianza, pero te pido que en esto y sólo en esto confíes en mí. ¿Me lo prometes?
  Ella inspiró hondo y contuvo el aire.
  —¿Tan importante es para ti?
  —Ni te lo imaginas. Muchísimo.
  Candy soltó entonces el aire ruidosamente.
  —En ese caso, sí. Te lo prometo.
  —Gracias —dijo Albert, aliviado.—Candice, mírame. No tengo ninguna regla en contra de que la gente me mire a los ojos.
  Ella levantó la vista, no muy convencida.
  —Es una oferta muy generosa. Gracias. No me gusta hablar de ciertas cosas, pero lo tendré en cuenta. —Sonrió y, esa vez, mantuvo la sonrisa—. Posees amabilidad y caridad, dos de las principales virtudes. De hecho, estoy seguro de que posees las siete.
  «Especialmente, la castidad», pensaron los dos a la vez.
  —Nunca había bailado así con nadie —confesó, melancólica.
  —Pues me alegro de ser el primero —replicó él, apretándole la mano cariñosamente.
  Candy se quedó inmóvil.
  —Candice, ¿qué te pasa?
  Los ojos de ella se nublaron y la piel se le enfrió rápidamente. El rubor que se había extendido por sus mejillas un par de minutos antes desapareció por completo, dejándole la piel más que blanca, translúcida, como papel de arroz. Tenía la vista clavada en algún lugar lejos de allí.  Cuando salió de aquella especie de trance, él trató de hacerla hablar, pero estaba demasiado alterada para ello. Albert no tenía ni idea de qué le había pasado, por lo que optó por ser prudente y le pidió a Patty con un gesto que la acompañara al baño de señoras. Luego se acercó a la barra y encargó un whisky doble, que se bebió antes de que regresaran.
  En ese momento tomó una decisión: era hora de volver a casa. A Africa.

—Dinero —recordó Candy mientras se levantó de la cama y buscó los documentos que le habían hecho llegar con el resto de las pertenecías; como la hija adoptiva de William Albert Ardlay...
Y empezó a leer.
—El pacto con el diablo de William Ardlay...
¡Dios mío!

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