Candy contempló la mansión de Lakewood. Todo estaba inundado; el único punto por el cual se podía cruzar se veía cubierto de aguas oscuras y arremolinadas. Los faros del camión de policía enfocaron el cadáver de un animal, que flotaba corriente abajo. Aceleraron y después soltó el embrague. Las ruedas delanteras lograron asirse al suelo bajo las aguas rugientes, una cascada de líquido golpeó las puertas del camión, el motor chirrió, se ahogó y las ruedas patinaron ante el impacto de la corriente. Las luces iluminaban el agua negra y la espuma blanca de los remolinos. Temían avanzar o retroceder. El motor se estremecía. Era demasiado tarde para hacer nada. A su alrededor no había más que oscuridad. Pero, con mucha dificultad, el vehículo logró llegar hasta el tramo de carretera que no estaba inundado. Sentados allí arriba, temblorosos, miraron hacia abajo. En la entrada los esperaba la tía abuela Elroy.
Terry la había abandonado en su noche de bodas, la había golpeado con una silla; de nada había servido su presencia y su sacrificio en acelerar aquel matrimonio.
El muy cobarde había huido después de la declaración y la fianza en el cuartel general de policía.En la entrada sólo había un destello de luz en la cocina, un resplandor rojizo producido por una estufa que calentaba habitaciones vacías. El dormitorio estaba a oscuras. Ni siquiera alcanzaba a ver las ventanas.
Albert había yacido allí.
Intentó imaginarlo con la chaqueta de cazador, las botas, el pecho rubio, pero lo único que era capaz de recordar parecía ser la oscuridad... y después, el tratamiento del psiquiátra:—¿Señora Ardlay?
—¿Qué dice?
—Los médicos querrían recibirla ahora, señora Ardlay.
La enfermera ya mayor estaba ante la puerta y sonreía con aire profesional. Candy recordó, de pronto, dónde estaba y quién era: un ser anodino entre gente anodina y en un mundo anodino.
—Sí, por supuesto —dijo.
Entró en la sala de conferencias. Al primero que vio fue a Crichton, sentado lejos, apoyado contra una pared. Ante ella había cuatro médicos de pie, una mujer entre ellos.
—Siéntese, por favor —invitó el doctor Weber.
Se presentó y fue dando los nombres de los demás. La mujer se llamaba doctora Chevalier. Un anciano de cabello blanco, a quien todos trataban con gran deferencia, era el doctor Wilkes. El último se llamaba doctor Walcott, un hombre fornido y nervioso.
Candy se sentó y cruzó las piernas. El doctor Weber propuso:
—Tal vez podríamos aproximar un poco nuestras sillas. No me gustaría que la señora Ardlay tuviera la impresión de que esto es un juicio.
Se oyó el ruido producido al arrastrar las sillas. Candy pensó que todos se veían muy pálidos, casi anémicos; con sus caras inexpresivas, parecían ser profundamente desgraciados, obsesos, solitarios.
—¿Ha desayunado ya? —preguntó la doctora Chevalier—. ¿Querría un poco de café?
—No, gracias.
Era como estar en el despacho de Crichton, uno habla y ellos escuchan. Pero no se trataba de una conversación normal, sino de un diálogo que se desarrollaba según reglas que sólo ellos conocían.
—Dígame, Candy—dijo el doctor Weber—. ¿Qué siente al encontrarse aquí?
—Bueno, debo reconocer que me parece extraño.
—¿Quiere decir que no es como en una fiesta, en la que todos se conocen, verdad?
—Así es. Todos ustedes son desconocidos...
—¿Extraños?
—No. Se trata de algo diferente...
—¿En qué sentido?
Candy hizo una pausa para mirar cómo la observaban. La sensación era muy desagradable y la puso a la defensiva. Dijo:
—Me resulta curiosa la manera cómo están vestidos. Las corbatas de pajarita dejaron de usarse hace años...
Estalló una carcajada general. Candy no había tenido la menor intención de decir nada divertido, pero se alegró de que la tensión se relajara.
El doctor Wilkes acarició su corbata roja de pajarita y explicó:
—Candy, los especialistas nos dejamos absorber por nuestro trabajo y olvidamos la marcha de la moda.
Se quitó la corbata y la guardó en el bolsillo.
—Si va a quedarse sin corbata, sería mejor que desabotonara el primer botón de la camisa —dijo Candy.
Los hombres rieron cuando el doctor Wilkes obedeció el consejo de Candy.
Wilkes le sonrió afectuosamente, y ella empezó a verlos como seres humanos y no sólo como médicos. Poco a poco, sintió que tenía menos miedo. Se hizo el silencio y el doctor Weber preguntó:
—¿Todavía le parecemos extraños?
El silencio era total. Se había reanudado la entrevista. La doctora Chevalier alzó la cabeza y en voz muy suave inquirió:
—¿Tal vez le parecemos seres irreales, Candy?
—Sí, creo que ésa es una buena definición. Todo esto es irreal.
—¿Usted cree que sólo fingimos estar aquí?
—Exacto. Tengo la sensación de que podría atravesarlos con un dedo.
—¿Como si no tuviéramos consistencia física?
—Sé que tienen consistencia física. Se trata sólo de una impresión.
—¿Le ocurre lo mismo con todos nosotros?
—Sí.
—¿También con el doctor Crichton?
—No, para mí él es un ser concreto.
—¿Usted también es un ser concreto?
—Yo...
Se detuvo a pensar, sin importarle que los médicos la observaran. Finalmente alzó la cabeza y asintió.
—Siento que ni siquiera estoy aquí.
—¿Dónde está usted? —preguntó con voz modulada el doctor Walcott.
—En ningún sitio.
—¿No existe usted, entonces?
—Mi mente y mi cuerpo existen, pero yo no.
—Su yo, ¿dónde está?
Candy se agitó en la silla. No había esperado un interrogatorio tan exhaustivo. Los médicos aguardaron su respuesta sin presionarla, con actitud cortés. Pero era difícil explicarles sus sensaciones.
—Es como si recordara la verdadera Candy y le tuviera afecto, pero ella hubiera dejado de existir y sólo conservara la imagen de alguien que existió hace mucho tiempo.
La doctora Chevalier preguntó con voz clara y precisa.
—La verdadera Candy, ¿ha muerto?
—No. Desapareció.
—¿Cuándo?
—No lo sé.
—¿Cuando usted enfermó?
—Tal vez hubiera desaparecido antes...
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Bert
FanfictionEl accidente del tren en Italia tuvo su consecuencia... Y ahora está con Candy. Sin amnesia.