Sabía que, si se fijaba bien, William no era tan buen jugador de póquer. Había demasiados detalles que delataban cuándo estaba sufriendo. Cuando estaba a punto de perder los nervios, cerraba los ojos; cuando se sentía frustrado le sudaba la cara, y recorría con la mirada la habitación de un lado a otro cuando estaba preocupado o asustado. Al ver que empezaba a mirar por la estancia, George se preguntó de qué tendría miedo.
—¿Por qué te preocupas tanto por ella? Cuando la llevó a cenar no estuvo demasiado simpático. Ni siquiera la llamaba Candy.
—Es mi hija adoptiva. Tengo que mantener una actitud paternal.
—¿Paternalmente mezquina?
Él se detuvo y lo fulminó con la mirada.
—Me quedaré el dinero y le compraré una cartera. Aunque preferiría comprarle zapatos.
Albert volvió a sentarse en el taburete.
—¿Zapatos?
—Sí. ¿Y qué te parece si le compro también algo de ropa? Disfraces para el festival. Le gustan las cosas bonitas, pero no puede permitírselas. Y es dulce, ¿no cree?
El miembro de él se movió inquieto bajo sus pantalones de lana gris. Cruzó las piernas para disimular.
—Gasta el dinero en lo que quieras. Lo único que pido es no volver a ver esa cartera.
—¡Bien! Le compraré algo fabuloso... aunque probablemente necesite más dinero. Y luego tendremos que llevarla a algún sitio para que luzca el nuevo modelito.
Sin molestarse en discutir ni en negociar, Albert sacó una tarjeta de visita de la cartera, cogió su estilográfica Montblanc y desenrolló el capuchón.
—¿La gente normal aún usa esas cosas o sólo los medievalistas? —preguntó George, inclinándose hacia él con curiosidad—. Me extraña que no use una pluma de ave.
Albert frunció el cejo.
—Es una Meisterstück 149 —respondió, como si eso lo aclarara todo.
George puso los ojos en blanco mientras Albert usaba la reluciente plumilla de oro de dieciocho quilates para escribir una nota en el dorso de su tarjeta con una caligrafía segura pero anticuada. Decir que Albert era pretencioso era quedarse corto.
—Aquí tienes —dijo él, deslizando la tarjeta sobre la encimera de la barra—. Tengo cuenta en Chanel. Enséñale esto al conserje y él te llevará hasta Loui, mi personal shopper. Ella se encargará de que lo carguen todo en mi cuenta. Ah, y quédate con el dinero en efectivo. Considéralo un regalo de cumpleaños con seis meses de adelanto. No te olvides, lo importante es sustituir la víeja cartera. Lo demás son... detalles insustanciales. —Su voz sonaba de pronto malhumorada.
—De acuerdo, pero ¿me podrías explicar por qué te altera tanto una cartera? Todas las estudiantes tienen una.
—No lo sé —reconoció Albert, quitándose las gafas y frotándose los ojos.
—Hum. ¿Añado ropa interior a la lista William? ¿Te gusta... de gustarte...? —preguntó George con una sonrisita irritante.
Albert resopló.
—¿Cuántos años tenemos, George? Es mi hija adoptiva, ¿lo has olvidado? Esto no tiene nada que ver con romanticismo. Tiene que ver con penitencia.
—¿Penitencia?
—Penitencia por los pecados. Mis pecados.
Esta vez fue George el que resopló.
—Realmente te has quedado anclado en la Edad Media William. ¿Se puede saber qué pecado has cometido contra la señorita Candy? ¿Aparte de comportarte como un idiota? Si ni siquiera la conoces...
Él volvió a ponerse las gafas y se removió incómodo en el asiento. Su miembro no paraba de dar brincos.
Sólo de pensar en Candy y pecado en la misma frase. Los dos juntos en la misma habitación. Sin ropa. Quizá ella sólo con unos zapatos de tacón... que él por fin podría tocar...—¿William? Estoy esperando.
—No tengo que confesarte mis pecados, George. Sólo tengo que expiarlos —respondió, arrebatándole la revista de las manos.
—Hablas francés... ¿Y te interesa la moda femenina? —preguntó.
Albert miró la revista abierta y vio la foto de una modelo muy pintada y despatarrada, cubierta con un biquini très petite. Los ojos se le abrieron.
George se cruzó de brazos y lo miró.
—A mí no me hables en ese tono. No pienso aguantar tus tonterías.
Suspirando, él volvió a quitarse las gafas para frotarse los ojos.
—Lo siento —murmuró, devolviéndole la revista, no sin antes echarle otro vistazo a la modelo, por interés puramente académico, bien sûr.
—¿Por qué estás tan tenso? Y, por cierto, ¿qué significan esas fotos en tu...?
—No pienso hablar de estas cosas contigo —interrumpió Albert —. Yo no te pregunto con quien estás saliendo.
George se mordió la lengua y respiró hondo.
—Voy a pasar por alto ese comentario, a pesar de que ha sido de muy mal gusto. Cuando estés de rodillas haciendo penitencia, no te olvides de añadir el pecado de envidia a los demás. Sabes que nunca he estado con nadie. ¿Qué demonios te pasa?
Él murmuró una disculpa, pero no levantó la mirada. Aunque sabía que su comentario había estado fuera de lugar, había logrado su objetivo, que era que se olvidara de las preguntas que le había hecho. Así que, en realidad, no se arrepentía.—La señorita Candy suele despertar el instinto protector de la gente. Tiene ese aspecto frágil, como de oveja perdida. Pero no te equivoques. Es una mujer fuerte. Sobrevivió la muerte del joven Anthony y a un novio que...
Albert se volvió hacia él con interés.
—¿Un novio que...?
—Me dijiste que no querías saber nada de su vida privada. Es una lástima. Si no tuvierais una relación paterna, creo que te gustaría. Creo que incluso podríais ser buenos amigos.
Sonrió mirando a su socio para ver cómo reaccionaba, pero él volvió a bajar la vista y se frotó la barbilla, absorto en sus pensamientos.
—¿Quieres que le diga que la cartera y los zapatos son un regalo tuyo? —preguntó George, tamborileando con los dedos sobre la encimera.
—Del Tío abuelo William. Como siempre.—A ver si lo he entendido. Quieres gastarte un montón de dinero en Candy, pero no quieres que ella se entere de que eres tú quien paga. Esto es un poco como Cyrano de Bergerac, ¿no crees? Ya veo que el francés te resulta más familiar de lo que pensaba.
Albert se levantó sin decir nada y se dirigió hacia la enorme cafetera que tenía en otra de las encimeras. Se concentró en el proceso algo laborioso de preparar un café perfecto y aprovechó para darle la espalda a su irritante socio.
George suspiró.
—De acuerdo, quieres hacer algo por la señorita Candy. Tú prefieres llamarlo penitencia, aunque tal vez sea simple amabilidad. Bueno, simple no. Es doble amabilidad, porque no quieres que sepa de dónde sale el dinero para que no se sienta avergonzada o en deuda contigo. Estoy impresionado. Bastante.
—Quiero que sus pétalos vuelvan a abrirse —susurró Albert.
O eso le pareció oír a George, aunque lo descartó en seguida. No tenía sentido.
—¿No crees que deberías tratarla como a una persona adulta y decirle de dónde han salido los regalos? ¿Dejar que sea ella quien decida si quiere aceptarlos o no?
—Si supiera de dónde salen no los aceptaría. Me odia.
George se echó a reír.
—La señorita Candy no es del tipo de personas que odian a los demás. Es demasiado indulgente. Si de verdad te odia, probablemente te lo mereces. Pero tienes razón. No acepta caridad. Sólo en ocasiones muy especiales me deja que le compre algo.
—Dile que son regalos de Navidad atrasados.
Ambos hombres intercambiaron una elocuente mirada.En el fondo, sabía que estaba Comprando una bula para un pecado que aún no había cometido. Nunca le había pasado nada parecido con ninguna otra mujer.
Pero no quería pensar en ello, no serviría de nada.
Sabía que vivía en el Infierno y lo aceptaba. No solía quejarse, pero para ser sincero, tenía que admitir que deseaba escapar de allí desesperadamente. Por desgracia, no tenía a un Virgilio ni a una Beatriz que fueran a buscarlo. Sus oraciones no recibían respuesta y sus intentos de reformarse siempre se veían frustrados por una cosa u otra. Casi siempre por una rubia de pelo largo, con zapatos de tacón, que le arañaba la espalda mientras gritaba su nombre una y otra vez. Y otra. Y otra.
En su actual estado de ánimo, la mejor manera que se le ocurría de gastarse el dinero manchado de sangre de su padre, era un ángel de ojos aguamarina. Un ángel que no se podía permitir tenerla en un apartamento con cocina y cuyos pétalos se abrirían un poco si le regalaba un vestido bonito y unos zapatos nuevos.
Albert quería hacer mucho más que comprarle una cartera, pero nunca admitiría que lo que deseaba en realidad era verla sonreír.
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Bert
FanfictionEl accidente del tren en Italia tuvo su consecuencia... Y ahora está con Candy. Sin amnesia.