Siegfried II

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          Asgard siempre fue un territorio que se situó en un punto disímil con respecto al resto del mundo. Sumidos en la pobreza, sumergidos en una constante guerra civil aunado a  la falta de oportunidades, sólo hacían que la situación conforme pasaba el tiempo se pusiera peor.

 Gobiernos habían pasado, muchos, generaciones y pocas cosas habían cambiado. Tal vez por costumbres, tal vez porque los mismos gobernantes nunca habían buscado la forma de corregir, en medida de lo que estuviera en sus manos, los problemas que aquejaban a ese terreno tan inhóspito y olvidado por los dioses.

A diferencia de los avances y el entorno tecnológico que primaba en el resto planeta desde la primera revolución industrial del siglo XIX, Asgard se encontraba lejana en todos los aspectos, no sólo el geográfico. Era una locación muy lejana al norte del planeta, una tierra sagrada en la que el derramamiento de sangre era constante. Las amenazas no sólo eran dioses ajenos a su propio culto o el advenimiento de extranjeros, sino que el conflicto era interno, con su propia gente. Ese era el problema que agravaba todo aquello que pudiera venir desde el exterior.

En Asgard existía desde antaño un conflicto político serio. La gente pobre sólo podía conseguir cierto estatus por medio de la guerra, de las batallas, de pertenecer a un ejército y convertirse en guardia real.

La realeza por su parte y la clase acomodada, eran un grupo muy reducido de personas. Entre ellos se dividían también en grupos: los interesados en que el país nórdico gobernase a la Tierra y salir del embargo económico y  aquellos nobles que, podría decirse, conformaban un costado benigno y fiel a la realeza (representada por Hilda). Ellos se sentían herederos de la integridad de los dioses asgardianos y la de de los guerreros fieles a la corona. El sacerdote Frey era el más claro ejemplo, así como los valientes guerreros como Lord Folker y Sigurd, quienes daban cuenta de la existencia de las distintas facciones políticas y de la lucha de intereses al interior del territorio asgardiano.

El mal en estas tierras era sin duda un mal social, no se trataba de un enemigo visible a quien poder derrotar en una batalla cuerpo a cuerpo. Sino que se trataba de una estructura social conflictiva desde hace mucho tiempo, y que era difícil de derribar. Para salir airosos de ese conflicto era necesario hacer grandes sacrificios que llevarían muchísimo tiempo.

En este país de carácter bélico ya habían acudido antes personajes importantes en carácter diplomático para solucionar el problema. Athena había sido esa emisaria en dos ocasiones, no con mucho éxito. El logro más resaltable era el vínculo cordial que la nueva gobernante, Hilda, había establecido con la diosa griega después de la ardua batalla que libraron sus dioses guerreros contra la Athena y sus santos.

 Nunca se habían dado acontecimientos como éstos, por lo que, en las últimas décadas, esos podían considerarse avances representativos para mejorar el statu quo de las tierras asgardianas. Todo gracias también a la nobleza, humildad y carisma de la joven Hilda de Polaris, quien a su temprana edad había tenido que tomar las riendas del gobierno y tratar de enderezar centurias de retraso.

Las desgracias habían ocurrido desde tiempos pasados, el antiguo gobernador de Asgard, Drbal, llevó el territorio al culmen del conflicto que ya se venía gestando, sosteniendo una lucha por primera vez con extranjeros venidos desde Japón.

Siendo desde siempre un país sumido en una tempestad de hielo permanente, de escasos recursos, se mantuvo el clima de malestar entre las comunidades internas y un ambiente belicoso constante. Este fenómeno podría nombrarse como toda una guerra de clases, donde los más pobres, la clase trabajadora repudiaba a las clases altas, quienes también les alienaban manteniendo su pobreza y obligándolos a dedicar sus vidas a la guerra, al campesinado y el trabajo de sus acaudaladas tierras a cambio de prácticamente nada.

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