Fenrir I

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          Los lobos son animales sociales por naturaleza, rara vez podrá verse a un lobo andar sólo y por su cuenta. Por lo general, se les verá organizados y acompañados de una manada, algunas pueden formarse de hasta veinte ejemplares. De estos suele destacar el alfa, sobre todo en los momentos de cacería, donde éstos indican la forma de ataque y la distribución de las presas. Fenrir, a lo largo de los años ocupó ese lugar junto a Ging. Cuando alguno de los lobos abandona, por cualquiera que sea la razón, su manada inicial, éste buscará la vía de formar una nueva.

Todos los días por las mañanas huía del palacio para reencontrarse con su manada. Ging acostumbraba a dormir siempre junto a él, en sus habitaciones en Valhalla. De ahí, ambos salían a los jardines cercanos al palacio para ir por los otros lobos, y finalmente adentrarse más en los bosques salvajes. Ya conocía bien los bosques del Valhalla, incluso aquella zona en la que Alberich solía conservar sus amatistas. Hacía ya mucho tiempo que no almacenaba personas en ellas. Esa zona boscosa había sido la última a la que tuvo acceso y de hecho fue por la propia iniciativa de Megrez, quien se la mostró.

No iba a negar que tener ciertas amenidades que el palacio le ofrecía eran satisfactorias, le gustaban, sólo era complicado acoplarse a las usanzas del lugar. Incluso recordaba varias de esas comodidades de los tiempos en los que su familia aún vivía. Lo bien que lo cuidaba su mamá y los abrigadores cobertores que ella ponía sobre él todas las noches. Así como la deliciosa comida vaporosa y caliente que diariamente se servía en su mesa. A pesar de lo que muchos creerían, él a veces extrañaba eso, porque al final sus primeros años de vida, hasta los seis años, tal vez poco más, los pasó en aquel lugar que una vez llamó hogar.

Sin embargo, también pensaba en sus lobos, también amaba su vida con ellos. A veces corrían hacia ningún lugar en completa libertad, le gustaba demasiado sentir las brisas todas las mañanas y el olor de la madera de cedro, pino y roble de los bosques congelados. Siempre corría a las cascadas de hielo, aquellas donde una vez combatió contra Shiryu.

¿Cómo alguien tan experimentado en la vida de Asgard, tras haber entrenado completamente sólo, que conocía perfectamente la naturaleza, había podido ser vencido al pie de esa caída de agua?

Fue un grave descuido, innegablemente. No se repetiría. No obstante, ese combate le había dado una buena lección sobre la amistad, aprendizaje que no iba a perder. Se le ablandó el corazón, en un buen sentido. Tanto que ahora le daba un poco de su confianza hasta a Alberich, aquel al que muchos no le concederían ni una triza. Ni que decir del chef del palacio y de los guardias que muchas veces habían demostrado con él y con sus lobos que podía haber ayuda desinteresada.

Claro que había carencias, siempre las tuvo. Desde el hecho de tener que vivir al día, cazar a diario, dosificar cada presa para cada uno de los miembros de la manada, comer la carne cruda o semicruda dependiendo las condiciones que le diera el clima para poder encender una hoguera o no. Ciertamente, la vida que había tenido no era cómoda, en absoluto, pero la gozaba, con todo y sus falencias. A pesar de ello, tampoco era despreciable tener el cobijo de un sitio al que llegar de vez en cuando.

Fue por ello que tomó, con sus reservas, el ofrecimiento de la señorita Hilda para ocupar por las noches la habitación que ella le destinó. Él siempre le estaría agradecido, pues le concedió la oportunidad de reivindicar el apellido de su familia, y por ello no rechazó la medida ni las buenas intenciones de su soberana. Aquella gran alcoba se parecía mucho a la que tenía en su casa, antes que ésta se fuera a la ruina. Las pesadas cortinas que pendían para tapar los ventanales, la cama mullida y las cobijas afelpadas, justo como aquellas que su madre usaba para él.

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