Syd II

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Como era de costumbre Syd trataba de escabullirse de la alcurnia de vez en cuando. La cosa no siempre era sencilla, pero ahora que tenía a aquella chica a su lado, ciertamente le había disminuido aún más el interés por los temas de la nobleza. De hecho, aunque otros distinguidos asgardianos le juzgaran, nada lo haría cambiar de opinión. No tenía ojos para nadie más y mucho menos para seguir en el desgaste de la cotidianidad aristocrática. Él la amaba y no había forma en la que cambiara su sentir. Aún si sus padres no estuvieran de acuerdo con ello, él tenía claridad en ese tema, no caería en el juego de los matrimonios arreglados. Por lo menos en eso rompería el círculo.

La mujer se hacía llamar Rôg, aunque ese no era su verdadero nombre. Era una chica muy divertida, pasional y fuerte, tanto física como mentalmente. Su vida tampoco había sido sencilla, y eso hacía que su carácter fuera duro y muy directo. No se andaba por las ramas, además su picardía la hacía muy especial. Con eso, para Syd ella había sido una especie de trampolín que lo había sacado del profundo agujero negro emocional donde se había sumergido.

Un jueves por la mañana, cuando apenas comenzaban las actividades en la casa del dios guerrero de Mizar, uno de sus sirvientes se le acercó.

-Joven Syd, le ha llegado esta carta. – Comentó el señor mientras le mostraba un sobre. En la cubierta tenía el sello de cera roja que lo cerraba y en él estaba grabado el emblema de su familia, la cabeza de un tigre de largos dientes.

Eso sólo significaba una cosa, era una carta de sus padres.

Mizar la leyó, no con mucho ánimo y le contó a su compañera lo que decía. Ellos iban a volver de un largo viaje que habían tenido a otros de sus dominios en Midgard. Llegarían aproximadamente en unos tres días, tal vez más. Vendrían a organizar temas monetarios, pasarían algunas semanas en el antiguo hogar y volverían a irse. Ya no solían vivir con él, esa ya era en su totalidad una propiedad del dios guerrero, por lo que realmente la razón por la que iban y venían era sólo para tratar temas de dinero, sobre relaciones con otras familias y a visitarle. Si bien, siempre sería un gusto verles, había varias cosas que no quería discutir con sus padres.

Su madre era comprensiva, por no decir que permisiva en muchas situaciones. Syd sabía que ella había sufrido mucho en silencio. Pocas veces se atrevió a indagar el por qué.

Desde que era niño, cada celebración, o cumpleaños, por alguna razón, compartía sólo un rato con ellos y después encontraba el pretexto para encerrarse, ya fuera en su recámara, en el estudio o en la biblioteca y no volvía a salir durante todo el día. No la culpaba, incluso la entendía. Ahora que era mayor él deseaba muchas veces hacer lo mismo. A veces quisiera sólo desaparecer, encerrarse y olvidar, pero las obligaciones le traían de nuevo al mundo terrenal.

Su padre, por el contrario, era un hombre serio, estricto y muy formal. Pocas veces se mostraba cariñoso. De hecho, la mayoría del tiempo su padre buscaba inmiscuirlo e instruirlo en las tareas de las que se hacía cargo normalmente. Como era evidente, su padre esperaba que en algún momento Syd se convirtiera en el heredero de su riqueza y cargaría con la grandeza de su insigne apellido.

Justamente era a él a quien no deseaba ver, ni explicar nada.

Claro que ambos sabían el asunto de Rôg. Su padre no estaba de acuerdo, pues ya tenían a una mujer de otra casa asgardiana con la que habían hecho un trato nupcial. Conveniencias, terrenos, dinero y riquezas era lo que se ponía en juego, sin importar edades, gustos, ni mucho menos intereses amorosos. La madre, aunque tampoco recibió con agrado la noticia, le dijo que lo más importante era que él estuviera contento. Por lo que ese tema se cerró ahí, y no volvió a ponerse sobre la mesa. Además, Syd estaba decidido, si se le insistía en dejarla, lo que haría sería dejar su mansión y todas esas obligaciones de las que estaba harto. Se dedicaría a su labor en el palacio como dios guerrero, formaría parte de la guardia real y continuaría protegiendo a Asgard como había prometido desde el día que Hilda le concedió el honor de formar parte de su ejército.

Tendría que explicar qué pasó con los niños, los pequeños con los que sus padres ya se habían encariñado. Seguramente le reclamarían el hecho de no haberles dado la noticia. Había sido muy duro para él, todo, la forma en la que encontró los cadáveres pendiendo ahorcados, desnudos y sangrantes desde las ventanas de su propia habitación. Los funerales, todo el proceso en general había sido traumático. Tanto, que había querido con todas sus fuerzas sepultar también el recuerdo. Entonces, la herida se volvió a abrir.

¿Les contaría también cómo luchó contra los santos de Athena y que todo ese dinero gastado en entrenamientos de poco había servido? Al final había sido vencido por Andrómeda, no había podido salir airoso de esa batalla. Quizás si les tuviera una victoria como noticia, todo lo demás podría obviarse, pues sería un honor que alguien de su familia hubiera llevado a la victoria de Asgard. Pero no lo era así. Se consideraba un perdedor en muchos aspectos.

Igualmente, le preocupaba el asunto con su hermano. Tampoco había sido capaz de contarles nada sobre él. Que ahí estaba. Que Bud no había muerto cuando lo abandonaron bajo el frío de Asgard. Estaba vivo, era su compañero de armas, y lo había protegido hasta el final de aquel combate. ¿Cómo iba a explicarles sobre su existencia? ¿Qué harían si se enteraran? ¿Lo buscarían?

Si eso sucediera no sabría cómo reaccionar, realmente no era capaz de imaginar cuál sería la reacción tanto de sus padres, como del mismo Bud al respecto. Podría él fungir de mediador y tratar de entablar alguna reunión para tratar de romper el hielo, aunque sentía que ese pensamiento estaba destinado al fracaso.

Como quiera que fuese, debía entonces comenzar con todos los preparativos para recibirles. Todo tenía que estar dispuesto para que la estancia de sus padres en Asgard fuera amena y que, en la medida de lo posible, los problemas y asuntos por resolver no fueran maximizados por un contexto poco favorable.

Comenzó entonces a enumerar tareas por realizar, dedicó el resto de la tarde a organizar algunos libros de contabilidad y a señalar tareas a cada uno de los sirvientes de la mansión. Desde limpieza de las caballerizas, hasta la preparación de las habitaciones principales. Listados de compras y detalles que debían ser obtenidos desde el centro de la aldea, así como la planeación de los platillos a ofrecer los próximos días.

Tanto por hacer, con tan pocas ganas.

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