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Ya había pasado una luna desde el viaje del gran visir, quién se había dirigido a Bursa para solucionar algunos problemas políticos, y al mismo tiempo, escoltar a la sultana Fatma hasta Estambul, pues era su deseo visitar a sus hermanas.

El palacio estaba de fiesta, pues recientemente se había celebrado la boda entre Hatice y Pargali Ibrahim. La primera boda de una sultana de nacimiento por amor en la historia de la dinastía otomana, y claramente la envidia entre los parientes más cercanos.

El hecho de que las sultanas desarrollaran sentimientos hacia sus esposos luego de la boda -como es el caso de Şehrazad o Beyhan-, no significaba lo mismo que ya estar enamorada de un hombre antes de desposarlo.

Esto era en lo que Mâhıdevran ocupaba sus días: pensando en su amargura. La monotonía de ser madre la había abrumado a tal punto de convertirla en un objeto más del palacio, el cual solo se destacaba por alimentar la hambrienta boca del sultanzade Şahanşah.

También se arrepentía enormemente por aceptar el matrimonio como si nada. No estaba molesta con Davut por incitarla a cometer esa locura, sino con ella misma, por fallarle a su versión más joven, quien hizo una promesa a su verdadero esposo.

Los últimos meses se habían llevado a cabo muchas reuniones entre la familia real, principalmente para convivir y compartir deliciosos platos. Süleyman estaba expandiendo el imperio, al punto de tener excelentes ofertas a nivel comercial, permitiéndoles deleitarse con nuevos y exclusivos platillos provenientes de los lugares más recónditos del mundo.

Durante tales tertulias, Mâhıdevran siempre fue la primera en retirarse. Al principio era difícil conseguir una buena excusa, pero desde la llegada de su hijo todo se hizo más fácil. Le molestaba, más que fingir felicidad en su matrimonio, tener que tolerar la indiferencia de Davut. Él actuaba como si nada hubiese existido entre ellos, y aunque no era más que eso (fingir), hacía que la sultana imaginara escenarios desagradables que la atormentaban en sus sueños.

Claro que esta situación había cambiado -muchos creerán que, para bien, otros lo contrario-. Davut había viajado varias semanas antes que Merzif para gobernar Ankara. Todos los días le enviaba cartas a su amada, con la intención de mantener vivo su amor, hasta que un día simplemente dejó de recibir respuestas de ella.

—Bienvenida, hermana. —Mâhıdevran recibió a Şehrazad en las puertas de su palacio, el cual aún no contaba con jardines y conservaba el olor a humedad como si apenas estuviese en construcción. Así lo había querido Emirhan, quién deseaba un hogar exclusivo para su familia.

—Preciosa hermana Aynışah, mira cuando has crecido —saludó Şehrazad a su otra hermana con un fuerte abrazo, quién llevaba ya varios días ahí—. Me encanta este lugar, aunque no justifica que haya tenido que viajar un día entero para poder llegar hasta aquí ¿Por qué construirlo tan lejos?

—No me culpes, Emirhan ignora mi opinión desde que Süleyman le asignó nuevas tareas. Decía que estaba harto del bullicio en Topkapı, pero sospecho que en realidad le molestaba los rumores sobre su paternidad.

Ella sonrió maliciosamente. Empezaba a odiar a su esposo, al mismo tiempo en que perdía poder y control sobre él.

—Creo que este asunto debería empezar a ser tomado en cuenta —mencionó Şehrazad, adoptando un semblante a más meditativo—. Es un rumor cien por ciento real, dudo mucho que quieras darle a Hafsa un motivo para alejarte más de la capital.

—Esa bruja no tiene pruebas, y tampoco creo que se atrevería.

—¿Acaso has olvidado las enseñanzas de nuestra madre? Nunca debes subestimar a tu enemigo, sobre todo si se trata de Hafsa. Esa mujer ha demostrado ser una astuta asesina, nada garantiza que no lo hará con nosotras.

LA SULTANA DE LA LUNADonde viven las historias. Descúbrelo ahora