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—No se ha estudiado mucho al respecto, pero hay médicos que creen en la teoría debido a los casos de problemas de la mente en mujeres que han sufrido una pérdida tan grande como la de un ser querido. Mi recomendación es que la dejen descansar, no le agobien con asuntos del imperio.

El médico terminó de examinar a Mâhıdevran y anotó algo en un montón de papeles. La sultana gozaba de buena salud, pero su mente estaba sufriendo por la reciente e indeseada noticia de su boda.

Ya llevaba bastante tiempo soñando cosas que no podía tener y esto le estaba provocando una inmensa frustración, expresándose con una gran variedad de síntomas aparentemente inofensivos. La noticia fue el golpe final, la gota que derramó la copa saturada de sentimientos y deseos reprimidos.

—No tiene que preocuparse, doctor, nos encargaremos. Por favor acompáñeme, le pagaré por sus servicios. —dijo Merzif, quién se había mostrado muy preocupado con la salud de su cuñada.

El cariño del gran visir hacia Mâhıdevran era inmenso. Ella lo veía como una figura paterna, y apreciaba la experiencia y sabiduría del guerrero.

Şehrazad tomó la mano de su hermana y depositó un beso en esta, murmurando plegarias para no perder a su pequeña hermana.

—Hermana, yo quiero entender tu sufrimiento para así poder ayudarte. Sé que cada día estás peor, pero tienes que poner de tu parte o no lograremos nuestros propósitos —suspiró. Encontrarla tumbada en el piso de la sala de entrenamiento la espantó. Mâhıdevran estaba viviendo una crisis nerviosa que le había quitado las ganas de comer, de reír e incluso de vivir—. Vas a quedarte aquí, yo voy a cuidarte y haré que te recuperes.

—No quiero recuperarme —dijo, para luego voltearse y darle la espalda—. Prefiero morir, y ojalá ocurra lo más pronto posible.

Şehrazad se enfureció. Dio un par de vueltas, con el fin de apaciguar las fuertes emociones que le estrujaban el pecho. No estaba dispuesta a lidiar con su muerte, no mientras ella estuviera con vida para evitarlo.

Volvió a acercarse, se sentó en la cama y, sujetándola del brazo, hizo que la mirara a la cara.

—No lo permitiré. Lo prohíbo. Vas a descansar, a comer, a tomar tus remedios y a cuidar de ti misma. Es una orden que, de no ser acatada, haré que Davut pague las consecuencias.

—¡Şehrazad! —la severidad de sus palabras le habían llegado hasta las entrañas. Era la primera vez que su hermana se comportaba así, y eso la asustó.

—¡Es tu vida la que está en juego, Mâhıdevran! ¡¿Por qué no quieres entenderlo?! —suspiró la mayor de las hermanas—. Nur, Korkut, madre, todos nos hemos arriesgado y no será en vano. Entiende que, si tú mueres, todo se habrá perdido.

—No importa si yo muero. Nur se hará cargo.

—Eres una egoísta. ¿Cómo te atreves a decir eso? Nurbahar nunca había sido tan feliz, hermana, no puedes quitarle la tranquilidad de esa manera —la reprendió—. Además, tú eres la más capaz de todas nosotras, tan inteligente y astuta que me resulta difícil encontrar a alguien que te pueda reemplazar. Tienes que resistir un poco más, te prometo que para cuando tengas treinta ya tendrás la familia que tanto deseas.

Afuera, un preocupado enamorado aguardaba para poder estar con su amada. Le estaba costando concentrarse en sus deberes, pues solo pensaba en gestionar su tiempo para poder volver a esos aposentos, donde se encontraba el amor de su vida.

—¡Paşa, debe irse! ¡El sultán está aquí! —alertó Gülbahar. Lamentablemente la información había llegado un poco tarde, por lo que supuso que el sultán ya sabía que él se encontraba ahí. A Davut no le quedó otra opción que improvisar, se escabulló rápidamente por el pasillo y sujetó el mango de su espada. Actuó con tanta normalidad, que el sultán no sospechó nada en cuanto lo vio.

LA SULTANA DE LA LUNADonde viven las historias. Descúbrelo ahora