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A Davut le costó varios minutos recuperar la compostura, pero lo más difícil para él fue tener que limpiarse las lágrimas que no paraba de derramar. Estas dejaban en evidencia no solo sus debilidades, sino también el peso de sus decisiones.

Controlar aquello que estaba sintiendo en aquel momento fue sumamente difícil, a pesar de que toda su vida fue entrenado para ocultar -cuya palabra más bien debería ser reprimir- sus sentimientos.

Aquello sólo evidenciaba el profundo amor que sentía por la sultana, y lo infeliz que se encontraba en aquella oscura etapa de su vida.

Desde que se casó, era víctima de pesadillas casi cada noche, las cuales eran producto de la ruptura de sus principios. Levantarse cada mañana le costaba demasiado. Su realidad ahora era un infierno del cuál no sabía cómo escapar, y el agobio que experimentaba poco a poco estaba consumiendo su vitalidad.

No sólo le costaba mantener el buen humor. La mayor parte del tiempo se mostraba taciturno y procuraba hablar solo lo necesario. También perdió peso, aunque tenía la espalda ancha y los brazos largos, le costaba ganar masa muscular y constantemente sufría dolores en todo el cuerpo, los cuales eran tratados con ungüentos puesto que los médicos no podían dar con la cura.

¿Y qué cura podría existir para un corazón roto? ¿O para una moral hecha trizas por las cadenas de un matrimonio no deseado?

En aquel momento, Davut caminaba encorvado, con la mirada en el suelo y la mente divagando en lo que recientemente había sucedido. Las criadas rápidamente se dieron cuenta que algo sucedía con el paşa, por lo que empezaron a cuchichear en un vago intento por establecer teorías que dieran respuesta a su curiosidad.

Cuando a Davut se le informó que su esposa lo esperaba en los aposentos, tardó en atender el llamado puesto que su propio cuerpo rechazaba cualquier contacto con otra mujer.

Él no odiaba a su esposa. Consideraba cruel de su parte que ella asumiera la culpa de un matrimonio por conveniencia. Sin embargo, el agobio y estrés que sentía le hacía olvidarlo, y era justo en esos momentos en los que se desquitaba con la mujer.

La desconexión con su realidad era inimaginable, por lo que prefería no pensar en el asunto, pues aquello solo termina por asustarlo más y más. El futuro le causaba ansiedad, sobre todo si no lograba deshacerse de ese matrimonio.

Al ingresar a los aposentos, su esposa se acercó rápidamente a él y plantó un tierno beso en su mejilla izquierda como habitualmente lo hacía para darle la bienvenida.

Ella, quién a duras penas conocía el cuerpo de su esposo desnudo, no fue capaz de darse cuenta del estado en que se encontraba.

Para ella él aún seguía siendo un desconocido, con quién tenía dos hijos, pero que no dejaba de ser un mundo inexplorado debido a la falta de comunicación entre ellos.

—Enhorabuena has llegado, esposo. Boran ha vuelto a tener fiebre —empezó a narrar la mujer en latín, su lengua natal. Al notar que el paşa no le estaba prestando atención, empezó a hablar en turco—. La doctora ya lo revisó y dijo que no había nada de qué preocuparse, sin embargo, tu madre se ha llevado a Rağip a sus aposentos sin consultarme.

Davut sabía perfectamente cuál era la petición de la mujer, aún así guardó silencio y continuó leyendo las cartas sobre su escritorio. Le importaba poco o nada los problemas entre su esposa y su madre, puesto que solo se trataban de asuntos entre mujeres.

Aquel matrimonio sucedió rápido, tan solo tres semanas después de su llegada al valiato de Ankara. Recordaba perfectamente el día en que recibió la noticia de su compromiso, puesto que esa misma mañana había asumido su puesto como beylerbey.

LA SULTANA DE LA LUNADonde viven las historias. Descúbrelo ahora