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Willow

Gilbert tiene la costumbre de dormir su siesta a las dos. Es una especie de ritual que llevamos haciendo desde hace más o menos cinco meses, pero Steven no parece muy conforme con tal cosa porque su cara de hastío se hace presente cuando el pequeño comienza a llorar, puntual, ni minutos antes ni minutos después de las dos, para que lo recostemos sobre su almohada a dormir.

Se lo saco de encima porque tengo la sensación de que a mi compañero de trabajo le saldrá una ulcera en el estómago si Gilbert no deja de llorar, así que lo llevo al cuarto de descanso e inmediatamente se queda dormido junto a los otros chicos.

Es casi un milagro, al igual que la nueva palabra que se aprendió en mi ausencia: ocultismo.

Ni siquiera se le traba la lengua al decirla.

Steven dice que Gilbert tiene madera de orador. Yo pienso que es inteligente. Pero ambos creemos que su mamá no debería de llevarlo a sus sesiones espiritistas.

Cuando la señora Yang tiene ese tipo de trabajos suele llevarse a Gilbert con ella porque la guardería cierra a las siete. Una vez de esas en las que Gilbert no fue con ella, vino por él casi a las diez de la noche, y nos contó que se retrasó porque durante una sesión a un participante se le metió el espíritu de su difunta tatarabuela y que les tomó más de lo habitual sacársela de encima ya que el fantasma se negaba a largarse sin que resolvieran un problema familiar con las herencias de unos pantanos y de un gato llamado Hermosillo.

En cierto modo, es menos preocupante si Gilbert se queda en la guardería en tales situaciones, aunque eso signifique hacer horas extra. Honestamente no nos gustaría que un día Gilbert comenzara a hablarnos en lenguas desconocidas o flote de pronto a mitad de la siesta. Sería perturbador. No obstante, la señora Yang es muy buena arreglándoselas con sus horarios. Eso de venir tarde por Gilbert solo ha sucedido dos veces.

—Tu celular lleva sonando mucho rato —comenta Steven.

Se sienta conmigo cerca de la piscina de pelotas a observar a los chicos dormir. Me ha traído una taza con café y una galleta.

Steven es una mezcla de amabilidad y acidez. No nos conocemos demasiado, él es bastante hermético con sus cosas y pareciera que le gusta limitar nuestra relación al compañerismo laboral.

No me quejo, aunque me gustaría tener más amigos.

No es que Tesla no me baste, pero me encantaría tener otro amigo, como el que Tesla tiene, para poder contarle a ese amigo que tengo un amigo genial llamado Tesla.

En fin.

—Déjalo —le digo dándole un sorbo al café—. No lo tocaré hasta mañana.

—¿Por qué? —inquiere mirándome de reojo. Muerde una galleta y lo escucho masticarla con lentitud—. ¿Huyes de alguien?

—No. Es una especie de ritual. Doy mi tiempo con el celular a cambio de notas decentes en mis exámenes. Y esta tarde tengo el último.

—Como un sacrificio —dice él.

No lo había pensado de ese modo, pero sí. Es una especie de sacrificio ofrendado a cambio de buenas calificaciones.

De pronto la campanilla de la puerta de enfrente tintinea, así que ambos nos ponemos de pie y nos asomamos a ver de quién se trata. Steven me entrega su taza de café y me dice que se la sostenga, que él se encargará.

Desde la puerta del cuarto de descanso no alcanzo a ver nada, así que me asomo a la recepción a inspeccionar.

Ni siquiera he terminado de enfocar el panorama cuando mis ojos captan una imagen que mi cerebro rápidamente asocia con lo familiar.

El universo que llevamos dentro (En corrección)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora