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Youth

Huele a antiséptico y a canela. Como a ese desinfectante barato para pisos que venden en Quick Sales y que puedes conseguir a seis litros por tan solo cuatro dólares con noventa y nueve.

Las paredes pintadas con colores pasteles y las plantas ornamentales le dan un aspecto tan pulcro a la clínica que me hacen querer vomitar.

Thomas parece menos inquieto. Él, de hecho, parece emocionado. Más que yo, y eso en parte me provoca deseos de querer meterle esa revista de Rolling Stone por el esófago. Me pregunto cómo puede ser tan... cínico.

Termino de llenar el formulario que la enfermera me ha entregado, y cuando llego a la parte de la firma me detengo unos momentos a sopesarlo. Tan solo un paso más y podría resolver mi vida de forma tan simple, pero algo dentro de mí me hace sentirme como una villana.

Como una no muy mala, sino como ese tipo de villanas que sirven a alguien con un propósito mayor. Alguien más imbécil.

—¿Necesitas ayuda? —pregunta Thomas.

Este chico vestido con una camisa polo y zapatos caqui es el imbécil. Con su cara de modelo de gafas baratas, de esas que puedes conseguir en el Seven Eleven si tienes noventa y nueve centavos de sobra.

Thomas sonríe y su dentadura blanca como la nieve relumbra con la luz de las lámparas de tungsteno del techo. Es una sonrisa vacía, sin algún tipo de emoción cálida y con un propósito demasiado interesado.

¿Qué demonios estaba pensando cuando dejé a Tesla?

Ah. Claro. Pensaba en que él se merecía algo reciproco. Alguien que lo quisiera como él me quería.

—Solo falta tu firma —dice Thomas cuando se asoma sobre mi hombro para ver el formulario.

Se da cuenta que todos los demás datos ya están completos y que es lo único que resta por hacer.

Las manos han comenzado a sudarme y el bolígrafo se siente resbaladizo entre mis dedos. No quiero hacer esto para ser honesta.

No me siento lista.

No siento que sea lo que debo de hacer.

—Tal vez nos estamos equivocando —digo de pronto.

La sonrisa de Thomas comienza a empequeñecerse desde sus comisuras hasta el centro de su boca, con tanta lentitud que es como si los fotogramas de una película hubiesen sido ralentizados para verse más dramáticos.

Pero no es solo su boca lo que cambia. Su ceño desciende un par de milímetros en su frente y ahora sus cejas se encuentran inclinadas en un ángulo que denotan su disgusto.

—Esto es lo que necesitamos hacer, Youth —advierte él.

Está molesto. Intenta modular el tono de su voz para evitar que ésta trastabille en el pánico o la rabia al hablar. Puedo notarlo.

—Es un bebé, Thomas.

—No lo es. No aún.

—Pero...

—¡Solo firma la maldita hoja para que puedas abortar de una buena vez!

El grito que da hace que pegue un brinco en el sofá aterciopelado en el que me encuentro sentada.

No hay absolutamente nadie en la clínica, pero la enfermera que está tras la estación nos observa por encima de unos expedientes con bastante recelo.

Thomas mira instintivamente a todos lados, se frota el rostro y respira hondo, intentando calmarse.

—Solo fírmala —vuelve a decir con más temple.

El universo que llevamos dentro (En corrección)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora