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El sonido estridente me invade la audición un segundo antes de que el estallido a mis espaldas me impulse hacia adelante.

Entonces, todo ocurre en cámara lenta; como si el universo entero hubiese ralentizado su marcha.

Dejo de tocar el suelo. Vuelo en el aire durante una fracción de segundo que se siente eterna y, de pronto, caigo de bruces al suelo. Las rodillas me escuecen debido al impacto y el brazo que tengo herido me retumba hasta el hombro cuando caigo sobre él con violencia.

Un pitido agudo se ha apoderado de mi audición y me siento desorientada. Apenas puedo registrar lo que ocurre a mi alrededor. Tengo la visión nublada y el corazón me golpea con tanta fuerza contra las costillas, que me duele el pecho.

Las voces sisean furiosas, pero estoy tan abrumada, que no soy capaz de distinguir lo que dicen.

La parte activa del cerebro me dice que debo moverme. Que debo escapar de este lugar, pero no puedo conectar los pensamientos con las extremidades.

Tiemblo de pies a cabeza. Puntos negros oscilan en mi campo de visión y, con todo y eso, trato de moverme. Trato de arrastrarme lejos porque sé, por sobre todas las cosas, que estamos en peligro.

Una parte de mí, la que aún es vagamente consciente de que algo pasa a mi alrededor, está desesperada por salir de aquí, así que me aferro a ella.

No debimos venir. No debí acceder a esta locura. Debí...

El pitido en mi audición se intensifica al grado de volverse insoportable. Casi como un chillido.

Suelto un jadeo al tiempo que una punzada de dolor me invade el cráneo.

Avanzo otro poco.

El chillido se intensifica aún más, y soy capaz de probar el sabor metálico de la sangre en mi boca. Creo que he mordido mi lengua, pero no estoy del todo segura. Es entonces cuando me doy cuenta de que estoy tumbada en el suelo una vez más. No puedo moverme. Todos mis sentidos parecen haber sido doblegados por la agudeza del sonido que, sin más, me ha inmovilizado.

Mis manos están entumecidas, mis piernas no responden, no puedo escuchar, ver, o sentir nada que no sea dolor y presión en la parte posterior de mi cabeza.

El olor a azufre me inunda las fosas nasales y las arcadas son inevitables. Un peso horrible se me asienta en el pecho y puedo distinguir, entre todo el caos que se ha apoderado del lugar, un extraño siseo. No soy capaz de entender qué es lo que dice, pero tengo la sensación de que habla sólo para mí. Puedo sentirlo en todo el cuerpo.

Abro la boca para decir algo —o para gritar, no estoy segura—, pero no puedo pronunciar nada. El aroma se intensifica y, finalmente, vomito en la duela. Todo mi cuerpo tiembla y sufre las arcadas posteriores al vómito; sin embargo, ya no hay nada más que devolver. Tengo el estómago vacío ahora.

Me siento aturdida y adolorida. Todo el cuerpo me tiembla en espasmos, y no puedo evitarlo. Por un momento, la tranquilidad vuelve a la iglesia, pero sé que todo está... mal.

Entonces, viene otra explosión.

Esta vez, soy impulsada hacia las bancas de madera. Mi cabeza golpea fuerte contra una de ellas, y me siento desfallecer. Los párpados amenazan con cerrarse, pero, aún así, soy consciente de todo el caos a mí alrededor. Intento levantarme, pero me es imposible conectar el cerebro con el resto del cuerpo. Simplemente, no responde.

Reconozco el olor a madera quemada, y soy capaz de ver la luz anaranjada proyectada en las paredes debido al fuego que consume parte de la iglesia.

¡Sal de aquí! ¡Ahora!, grita una voz en cabeza, pero no puedo moverme.

Guardián ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora