Con unas ganas de castrarte que solo son superadas por mis deseos de que mueras.

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020:

Me pesan tanto los ojos que siento que me atacaron dos yunques en las pestañas. Tengo plena consciencia de todo lo que sucedió. De aquel otro auto que en vez de frenar con la luz roja, aceleró, de los adolescentes borrachos que manejaban y del momento en el que me desmayé. De ahí en adelante todo se vuelve un poco confuso.

Otra vez me pasan cosas por culpa de Olga. Ella es la cruz de mi vida y apenas pueda levantarme de esta cama voy a ponerle una demanda para que me den los niños. Mis sobrinos no estarán a salvo hasta que no se hallen lejos de la puta de su madre.

Porque está claro que Olga no es ninfómana.

Es cierto que tenía un comportamiento desmesurado, que todo lo que tuviera badajo estaba en peligro de ser succionado si mi hermana se aproximaba más, pero ella podía detenerse. En casa se notaba normal y, aunque en las noches se metía a la cama mucho después que yo, eso no quiere decir que su comportamiento fuera el de una aberrada sexual.

Mi madre y la yaya la habrán podido perdonar porque eso hacen las personas cuando te quieren. Yo no soy como ellas, no estoy dispuesta a permitir que me lastime. Si solo con aproximarnos un poco me envió al hospital, no voy a imaginarme lo que sucederá si la perdono.

Es que simplemente no puedo.

Mi vida era muy tranquila, quería tener un amor a lo Romeo y Julieta —quitando la parte en la que ambos mueren uno apuñalado y el otro envenenado. O sea, ¿qué es eso? ¿Amor puro o un ajuste de cuentas entre dos bandas colombianas—, casarme con el hombre de mi vida y que me llenara de hijos? Aquella noche me di cuenta de lo frágil que era, de lo maldito que está el mundo y que las cosas no son como en los libros. Aquello me marcó para siempre. Tuve que ir a psicólogos no solo por el trauma sino porque no soportaba que los demás en el pueblo dijeran que era culpa mía por salir con mi short de pijama.

Recuerdo que a la mañana siguiente de los sucesos, cuando mi hermana trató de pedirme perdón le escupí la cara. Las peleas se volvieron más intensas en ese punto hasta que se fue de casa con catorce años. ¡Era una niña! Y se largó.

Mis ojos escanean la habitación hasta que me doy cuenta que, junto a mí, hay una enfermera cambiándome el suero. Su sonrisa es tranquilizadora, al menos es fácil deducir que no me morí porque por muy de blanco que vaya, esto tiene toda la pinta de ser la tierra.

—Buenos días —saluda con cortesía—. ¿Tiene algún dolor?

—Mmm —musito en lo que mojo mis labios—. No. ¿Cuánto hace que estoy aquí?

La muchacha termina de pasarme el medicamento con calma y luego es que responde.

—Llevas dos días sedada porque tuvimos que hacerte muchos estudios —responde—. Te fracturaste dos costillas, el brazo y te diste un fuerte golpe en la cabeza. La tomografía descartó una hemorragia, pero quisimos tenerte en observación.

—Dios. —Es lo único que sale de mi boca.

Poco a poco tengo constancia de mi cuerpo y de la blanca venda que recubre mi torso. ¡Madre del amor hermoso! Y yo que pensaba que una piedra en el riñón era un asunto para preocuparse. No me gustan los hospitales y ya estuve en este más de lo que puedo desear, pediré mi alta bajo responsabilidad propia y solo  vendré a quitarme la venda junto con los puntos de la frente… ¡¿los puntos de la frente?! Pues sí que fue fuerte el accidente.

—Me gustaría firmar el alta bajo mi responsabilidad —digo, intentando sentarme en la cama.

—¡¿Es que acaso te volviste loca?! —Una tercera voz retumba en la habitación.

ConcupiscenciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora