Te invitaría a una cerveza

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013:

Prometí que iba a dejar de fumar sin antes ponerme a pensar en lo jodido que iba a ser eso. Usualmente, dejarlo habría sido cosa de niños, sin embargo, en los momentos de tensión deseé como una enferma hasta agarrarme del tubo de escape de mi Hyundai.

Años, con aquello en el pecho sin saber qué sería de su vida, pensando que le había fallado al único amigo que tuve alguna vez y ahora me doy cuenta que la realidad fue muy distinta. Él empleó todos los recuerdos que tenemos en común para obligarme a trabajar con él.

Cuando tenía diez años, asistía a una escuela pública —la única que hay en el pueblo de Ojeda— y todos me miraban mal por ser la hermana de Olga, aunque solo tenía doce años ya apuntaba maneras. Nunca fui una chica de hacer muchos amigos precisamente porque no estaba dispuesta a perdonar a todos aquellos imbéciles, además que en mi soledad podía leer sin interrupciones. Pueden hacer una reunión de ex alumnos de mi promoción y no voy a recordar ni a la mitad.

Un día, durante uno de esos recreos que se extienden más de la cuenta, fui a los lavados de chicas, pero como mi hermana se besaba apasionadamente con dos de su clase, decidí irme al baño de las instalaciones del gimnasio. Entré con un libro en las manos y tan metida en mis pensamientos que solo los gritos de terror provenientes del último cubículo consiguieron sacarme de mi mundo de príncipes y princesas. Me acerqué lista para hallar algo terrorífico y ahora, mirando hacia atrás, hice bien en prepararme para lo peor. Unos macarras tenían sujetado por los hombros a un pobre delgaducho mientras sumergían su cabeza en el inodoro.

Cualquier niño normal habría corrido, sin embargo, alguna ventaja tenía que ser estar emparentada con la guarra facilona del colegio. Convencí a los macarras de que, si dejaban al pobre chico enjuto en paz, mi hermana les haría una limpieza con su boca a las encías. Ni siquiera tuve que preguntarle a Olga qué le parecía la idea. Los macarras se fueron con la promesa de que le darían “inmunidad” al pringado durante el resto del curso.

En cuanto aquellos malditos se fueron, el delgado cerró la puerta del cubículo con seguro y comenzó a llorar. No solía tener destellos de bondad en aquella época —ni ahora  tampoco—, pero, por alguna casualidad del destino me sentí tan mal que me metí en el cubículo vecino. Al principio le pregunté hasta el cansancio su nombre, no me respondía y aquello me exasperó. Fue por ello que tomé de mi mochila una hoja de uno de mis cuadernos y dos marcadores. Le pasé uno por el espacio que hay entre un espacio y otro. Aún recuerdo lo que le puse en el papel:

«Hola, me llamo Rosita Fresita. ¿Te puedo decir Candy Candy?»

Creí que tampoco iba a funcionar la técnica peliculera que monté, sin embargo, a los pocos segundos escuché como alguien rayaba la hoja del otro lado.

«Me llamo Florentino Ariza, no me gusta Candy Candy».

Así comenzó la única amistad que recuerdo tuve durante mi último año de primaria y toda la preparatoria. Florentino Ariza y yo nos encontrábamos todos los días, a la hora del recreo en las duchas del gimnasio. Él en su cubículo y yo en el mío, en una desenfrenada correspondencia que duró desde mis diez años hasta los dieciséis. Nos contábamos todo, por medio de papeles, plumones y algunas risas del otro lado. Nunca quise saber quién era mi amigo misterioso porque si lo llegaba a ubicar entre los presentes iba a identificar también a mi hermana morreándose con él y a saber lo que la gente iba a decir de mí.

La última vez que nos escribimos, le dije que mi libro iba a salir en físico y que me iba a vivir a la capital. Recuerdo que esa fue la única vez que hablamos, pero gracias a la diminuta conversación la profesora me halló en los lavados y me hizo ir a la dirección. La semana siguiente estaba en la capital y... pues jamás supe quién era mi misterioso amigo. Poco a poco lo quise borrar ya que fue la única persona a la que me dolió dejar atrás.

ConcupiscenciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora