Lecturas calientes para escritores aún más calientes.

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022:

Abro la puerta de mi departamento y un sonriente Pablo entra con dos cajitas felices de McDonald’s. No voy a negar que la vida adquiere otro color con comida y con la mitad de tu cuerpo libre de una espantosa venda. Así es, después de casi un mes completamente escayolada, por fin ayer solo me dejaron una venda en la muñeca de mi mano. El doctor se sorprendió por mi buena recuperación, pero no podía ser de otra manera, he tenido cuidados dignos de una diosa. Entre Samu y Pablo consiguieron que el tiempo que estuve se convirtiera en del mínimo.

Samuel se encargó de las compras y de quedarse conmigo desde la mitad de la tarde hasta cerca de las 23:00 porque Pablo tenía que ir a la universidad, si bien a mi Florentino no le hacía mucha gracia dejarme con Samu, yo me la pasé de maravilla porque siempre me traía algo de comer y podíamos conversar de muchísimas cosas en las que no faltaron los comentarios a Pablo y a su forma posesiva de ser, pero —mayormente— me preguntaba sobre si en algún momento daría el paso con él.

No sé qué almorzará mi amigo en su oficina, pero lo están drogando.

Pablo y yo no pasamos de ser dos personas que a veces se van a la cama, trabajan juntos y pasan la mayor parte del tiempo en la compañía del otro. Lo más normal del universo.

Por las mañanas era Pablo quien me cuidaba y, las veces que tuve que ir a consultas médicas me acompañó. Freddy nos ayudaba con frecuencia, sobre todo con el tema de la editorial. Macbeth me pidió encarecidamente que hallara la manera de no atrasarme, pero con medio cuerpo discapacitado fue imposible. Ideamos una manera bastante buena: Como no quería dejar de lado las correcciones, yo le decía a mi editor lo que quería poner y era él quien tecleaba. Así matábamos dos de un mismo tiro. Por fortuna, todo salió bien y ya solo me queda redactar los capítulos.

El médico dijo que era probable que no tuviera toda la fuerza necesaria en mi mano derecha por el comienzo, pero que luego las cosas se normalizarían. Con respecto a mi auto, sé que todavía está en el taller y a juzgar por las fotos que me han ido enviando los técnicos, va a salir muy bien. Al menos ese es un problema del que puedo despreocuparme.

Mi yaya estuvo muy al pendiente de lo que me sucedió. Me llamaba todos los días hasta tres veces y en una ocasión hasta pudo comunicarse con Pablo. Ella me aseguró que lo recordaba, pero que me mandaría toda la información más adelante. Mi abuela es como una espía de la CIA. Mamá solo se comunicó un par de veces, pero prometió que vendría a visitarme el próximo año para ver cómo estaba y pasar tiempo con sus nietos.

Cierro la puerta y veo a Pablo poner la comida sobre dos platos que ya tenía preparados previamente para cenar. Acordamos que íbamos a definir el final de Concupiscencia, es un asunto que nos urge a los dos y, aunque yo no deseo dejar ningún cabo suelto en la historia él insiste en que sí. Lo haremos como adultos maduros que son capaces de tomar sus propias decisiones. Nada de sexo, objetos voladores ni gritos. Tendrá que existir un punto medio para los dos.

Avanzo hasta la isleta de la cocina y me siento frente a mi mejor amigo de la infancia. Estoy hambrienta y, aunque le dije que podía cocinar para los dos insistió en comprar algo para que así no tuviera que forzar mi mano. Es tan considerado que nadie diría que hablamos del mismo cabrón que al principio de esto me chantajeaba con contarle a mi abuela de mi mala relación con mi hermana.

—Entonces, mapachito… —Descubrí que me llama así por mis ojeras y no lo culpo porque realmente parezco un mapache—… ¿Qué piensas de dejar algún personaje soltero y crear un tercer libro?

Trago un pedazo de pan con mi vista fija en las calorías que me van a entrar al cuerpo.

—Eso queda fuera de discusión, no quiero seguir con Concupiscencia —murmuro con la boca llena—. Todo debe tener un final en su momento correcto y este es el del libro.

ConcupiscenciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora