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Cuando sus ojos se abrieron, no existía dolor ni sufrimiento, sin embargo, lo que veía era un escenario que le haría experimentar la desesperación y una tristeza que no sabría explicar.

Un barrio desconocido. Solitario y descuidado. Pero en el que podía percibirse la más mínima llama de calor proveniente de un hogar humilde al que no dudó en acercarse esperando saber dónde y por qué estaba ahí. Sus pasos sonaban tan ligeros que le dieron la sensación de ser un alma en pena que vagaba por las calles de la ciudad, pues ni el gato que hurgaba en la basura, cuando recorrió aquel callejón oscuro, le miró.

No obstante, cuando creyó que su vida habría terminado, logró escuchar la risa de un niño que juraría le había regresado parte de su vida por lo genuina que era y, esperando encontrar una salida a ese sitio, caminó con pasos presurosos hasta la puerta que le daría acceso a esa casa, esperando ver la sonrisa de ese niño que le indicara que todo podría estar bien en ese lugar; pero lo que encontró al otro lado pudo haber estrujado su corazón mucho más de lo que hubiera pensado, porque aquel niño no era ni más ni menos que Kohaku, y ahí entendió que no era el lugar en donde estaba, sino el tiempo.

El pequeño estaba envuelto en los cálidos brazos de la persona que podría ser su madre. Tan bella. Tan cálida, pero cubierta de ropas desgastadas. Y aunque la escena fuera triste, el ambiente que emanaba el sitio podría ser aquel que describiera lo que era vivir en la miseria, pero con el amor y unión de una familia, porque el hombre, quien podría ser su padre, sonreía al ver cómo la mujer peligris jugaba con Kohaku.

Pronto, mi pequeño —dijo la mujer antes de plantarle un beso en sus rosadas mejillas—. Pronto tendrás tu propio don.

Entonces, tenía cuatro años.

Kohaku, a la edad de cuatro años tenía una buena vida. Tenía amor y la compañía de sus padres pese a la pobreza que experimentaban, y él no podría imaginar la forma en que sus padres se las ingeniaban para poder llevarle un delicioso bocado cada día.

Él era feliz. Él admiraba a los héroes y deseaba ser uno, porque sabía que de esa forma podría ayudar a sus padres; quizá, ganaría un poquito más para que todos pudieran comer juntos, y no solo él.

Sin embargo, a la edad de cinco años, tiempo después de haber manifestado su particularidad, su pobreza se volvía cada vez más extrema, su hambre aumentaba y las raciones debían ser más grandes para poder satisfacerla, algo que su padre vio cada vez más difícil al punto de comenzarlo a entrenar para que usara su particularidad y sacaran un poco más para comer. Pero aquello era más complicado con el paso de dos años más.

A los siete, el padre de Kohaku comenzó a gastar el poco dinero que ganaban en alcohol, trayendo como consecuencia que decidiera apostar. Al inicio, había tenido una extraña suerte que le hizo creer que todo mejoraría y podía llevar más comida a casa. Quizá fue así por un par de semanas, pero, para la tercera, no se dio cuenta de que aquello ya era un vicio y un balde de agua helada le cayó encima cuando perdió todo lo que tenía y salió debiendo. El apostador no aceptaría otro trato que no incluyera el pago de su dinero y, presumiendo tener consideración con él, le dio un tiempo para saldar su deuda, siendo tres meses los únicos que tendría para pagar todo lo que debía.

Para ese entonces, Kohaku, junto a su madre, habrían descubierto más acerca de su particularidad y habría que decir que el don de su madre también consistía en el intercambio, pero este era más enfocado a un ámbito médico, pues podría sanar o curar (temporalmente) las enfermedades de otras personas por medio de su sangre, aunque todo terminaba por afectarla a ella. Sería un don útil, pero que al tiempo perjudicaría al usuario. Mientras que su padre era un quirkless que no había logrado nada en su vida, según él, y que llevó a la miseria a su familia.

Diario perdido  •Katsuki Bakugō•Donde viven las historias. Descúbrelo ahora