20. Mansión de la familia Deitch, 2010

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          Así como la mansión Gill, la mansión Deitch también tenía una gran puerta de madera decorada con vitrales. Sin embargo, cuando Arlene había hecho esa comparación, Vera había respondido con desdén que la casa de esos políticos era estilo antiguo, mientras que su casa era verdaderamente antigua. Aquello parecía llenar tanto a la señora Deitch como a su hijo de orgullo: el tener una casa que "podría ser patrimonio de Delia". Arlene era mucho más partidaria de lo moderno, pero nunca decía nada para no molestar a su novio.

           La joven llamó a la puerta con una mano temblorosa. Las piernas también le temblaban y se sentía un poco mareada, como si estuviera ebria. Tomó un pequeño espejo de su bolso y por enésima vez revisó que su maquillaje estuviera impecable...

         -Señorita McLauren, el joven Peter le espera en la oficina- anunció Anthea, el ama de llaves, quien había abierto la puerta. La mujer le hizo un gesto neutro a Arlene para que entrara, pero la chica podía notar la desaprobación detrás de la cara de la anciana. Anthea Andrews había trabajado con los Deitch desde hacía más de 30 años, incluso antes de que Peter naciera, por lo que Vera le tenía toda la confianza y el respeto del mundo, y le había pedido a Arlene que se dirigiera a la mujer como "señora Andrews". Sin embargo, la heredera McLauren no planeaba respetar a una mujer que no era nada más que una asquerosa cómplice de los deslices de Peter. Si ella conocía a su novio desde que había nacido y se tenían toda la confianza (Peter había dicho que la señora Andrews era prácticamente su nana), era obvio pensar que Anthea solapaba todas las infidelidades de su niño querido. Ah, Arlene no le caía bien, pero, ¿qué tal cualquier otra zorra barata que lograra seducir a Peter? ¡Seguro la servil anciana hasta les servía el desayuno en la cama a las golfas con las que su novio le era infiel! ¡La "señora" Andrews no era tal! ¡Una mujer respetable se aseguraría de reconocer el amor verdadero! Por lo tanto, si la famosa nana fuera respetable, estaría del lado de Arlene y no la recibiría con esa cara...

           -Gracias Anthea... ya conozco el camino- dijo la joven en un tono que demostraba su supremacía, mientras se dirigía hacia el interior de la mansión. Lo bueno había sido que la nana le había visto entrar con el porte de la próxima señora Deitch y que no vio cómo le temblaban las piernas mientras subía las escaleras...

           Al fin, la joven McLauren se encontró frente a la puerta de la oficina de su amado, cuarto que había pertenecido al difunto señor Deitch. El corazón repicaba en su pecho como si estuviera a punto de salir volando de él. La chica sólo pudo respirar profundamente y abrió la puerta...

           La oficina era amplísima, con espacio para tener un pequeño sillón de cuero rojo, un sofá cama del mismo color y un bar con varias botellas, vasos y copas formadas y tres sillas; el joven Deitch había convidado a la heredera McLauren un trago de esas botellas varias veces. Completaba esa parte un escritorio antiguo tipo secreter, lleno de cajones; la gran mayoría servían para guardar las fotografías que había tomado Peter. La pared opuesta estaba cubierta de repisas antiguas, sobre las que reposaban los libros que habían pertenecido al patriarca Deitch, además de los libros de filosofía, arte y fotografía de Peter. Él siempre le había dicho a Arlene cómo, desde que habían conocido la casa, a él le había fascinado ese cuarto que probablemente había sido una biblioteca antigua, y después de la muerte de su padre, era su lugar favorito, ¡un lugar digno para un artista como él! ¡Un santuario para sus adorados libros! A Arlene, por su parte, siempre le había parecido que las repisas estaban demasiado desgastadas, pero Peter decía que eso sólo volvía a la casa un lugar más elegante y pues él era el culto, el que sabía más...

           Y era el mismísimo Peter el que ahora estaba sentado en el sillón al centro del cuarto. El hombre estaba usando una camisa a rayas y pantalones azul marino, y su semblante parecía sereno... o al menos la parte que revelaban unos lentes oscuros que le cubrían hasta las cejas. Arlene sabía que ese no era el tipo de lentes que su novio usaría, por lo que concluyó que deberían ser especiales para su padecimiento. Si no fuera por eso y por el elegante bastón recargado en uno de los brazos del mueble, ella habría podido jurar que el hombre ante ella estaba prácticamente sano...

Arlene ManiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora