CAPÍTULO 22

32 5 0
                                    


Alan se movió somnoliento, deseando que el sueño lo reclamara nuevamente. Se sentía agotado, como si hubiese salido de fiesta toda la noche con Sofie y Deneb. Además, tenía un fuerte dolor de cabeza, como si hubiese estado bebiendo chupitos, pero no recordaba haber salido, quizá había bebido demasiado.

Alan gruñó, intentando abrir los ojos pero estaban pegados y la luz de la mañana hacía que le doliesen. Sí, sin duda debía de tener resaca, también notaba la garganta súper reseca. Pero algo en todo le parecía demasiado extraño. Si estuviese en su casa, no entraría tanta luz por la ventana y ni siquiera entraría por ese lado de la habitación, era como si el propio sol le estuviese mandando un rayo directamente en la cara. No iba a entrar en pánico por eso, podía simplemente haber acabado en casa de algún amigo, así que aunque sintiese que sus globos oculares iban a ser calcinados obligó a sus ojos costrosos a abrirse y fue como si el mundo se abriese para él, reconoció el sitio donde estaba, y cuando estaba a punto de sonreír los recuerdos lo inundaron.

No, su dolor de cabeza no era debido a una maldita resaca, era por algo mucho, mucho peor. Casi se había ahogado, había tenido un ataque de pánico y se había desmayado. El bueno de Yon obviamente no lo había dejado morir por miedo a tener un cadáver en sus manos, así que seguía vivo, con el pánico todavía latiendo bajo su piel, queriendo tomar el control de su cuerpo.

Maldito dolor de cabeza.

Yon no estaba en la habitación. Alan supo entonces que debía irse inmediatamente, ya que no estaba esposado ni inmovilizado. Desconocía el motivo pero solo podía esperar que hubiese pensado que tardaría más en despertarse.

Después de mirar salvajemente por la habitación buscando su varita, comprendió porque se había confiado tanto. Se había llevado su varita.

Si crees que eso me va a detener, adelante.

Yon nunca había llegado a entender la poca dependencia que Alan tenía de la magia. Había aprendido a vivir sin ella, prácticamente solo la usaba para su trabajo. Eso no quería decir que no la echara de menos, pero nunca se había atrevido a usarla más de lo necesario después de la guerra. El mayor despliegue de magia que había hecho tras cinco años había sido al conocer a Dago.

La varita no le importaba porque podía comprar otra cuando tuviese la oportunidad. Al fin y al cabo, daba igual cual usara, todas eran prácticamente iguales. Lo único que diferenciaba una de otra era el material con el que habían sido hechas, al igual que ocurría con un simple bolígrafo u hoja de papel.


Alan se fue a casa, sin nada más que lo que llevaba puesto. No vio ni escuchó nada en su huída, el camino hasta fuera de la propiedad estuvo libre, como si solo estuviese él. Una parte de él temió encontrar fuera a toda la policía, como si hubiese sido un sueño de libertad y esperanza que le iban a arrebatar para reírse de él. En cambio, encontró vía libre y salió corriendo hasta el pueblo más cercano donde pidió un taxi.

No llevaba dinero y se lo había dicho al conductor que viendo lo pálido y nervioso que estaba había accedido a llevarle y a esperar luego a que bajase de su casa para pagarle. Probablemente el hombre había accedido porque pensó que lo perseguía alguien. Desde luego Alan lo sentía así.

El hombre aparcó justo fuera de la plaza y Alan la atravesó a toda velocidad, cogió el dinero de la caja de la tienda y se lo dio al taxista sin molestarse en cerrar la floristería ni en coger el cambio. A la vuelta cerró la puerta con llave, colgó el cartel de cerrado y apagó las luces de la tienda antes de subir a su casa.

Bajo máscarasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora