28. Damiano

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Podría haberle dicho muchas cosas, todas bonitas y seguir tirando hacia delante juntos sin mirar atrás. Transformar nuestros recuerdos en un cuento que nunca fue verdad. Hubiera sido lo ideal pero no lo real. Necesitaba aprender a asumir mis errores y también a perdonarme por ellos. Por una vez, quería consolarme a mí mismo, lamerme las heridas y darme cuenta que llevaba años escondido del dolor, de los reproches y del miedo.

Dejarla en su habitación (mi habitación) tras nuestra conversación fue reparador para ambos, sentí a Roma en calma y tan suya como siempre me había gustado. Cuando llegué a casa, sentí la necesidad de seguir avanzando y marqué un número.

- Lo siento - y supe que no hacía falta decir nada más para que me entendiese.

- Anda, abre la puerta - me pidió.

Miré confundido la pantalla del móvil, luego miré hacia la puerta. Cuando la abrí parpadeé para intentar comprender cómo podía tan siquiera saber que iba a llamarla. Mi madre se coló dentro de mi casa sin preguntar, tampoco le hacía falta. Me dió un abrazo tan intenso y fuerte cómo para despejar todas mis dudas.

- ¿Cómo sabías...? - seguía sin entender nada.

- Una madre lo sabe todo - me atusó el pelo - incluso lo que callas.

- No estoy bien - me sinceré de nuevo.

- Pero lo estarás - me sonrió - Sé que te has equivocado... mucho. Te he visto caer, tropezar y volver a caer. Todo esto también pasará. Pero, hijo, no des bandazos de un lado a otro. Eres mayor y puedes solucionar tus problemas pero no nos alejes. Soy tu madre y voy a estar aquí cada vez que lo necesites aunque no me lo pidas.

Y me rendí y como un niño pequeño me eche en el regazo de mi madre.

- Lo que no te voy a perdonar - dijo con cierta prudencia - es que me arrebataras a Roma - la miré con urgencia - La vi nacer, estuve ahí cuando dijo sus primeras palabras y cuando comenzó a andar, y también cuando se enamoró de ti. Cuando tú lo hiciste de ella. Tu niña - y se me encogió el corazón con ese posesivo - fue antes la mía. Su madre y yo fantaseamos con la posibilidad de que nos convirtierais en familia, desde muy pronto nos dimos cuenta que vosotros dos os mirabais distinto. El último verano, en especial, parecíais tan felices... Y luego la nada. Era evidente lo que había pasado - me susurró - El amor es así: una apuesta, un riesgo.

- Fue mi culpa.

- Sí, y también la mía. No supe darte las herramientas suficientes para hacer frente a algo tan grande que cuando llegó te arrasó. Lo vimos venir y no hicimos nada. Ni antes, ni después - se lamentó.

Durante los días siguientes pensé mucho en la conversación que había tenido con mi madre, una conversación que se alargó durante horas y en la que hablamos de la importancia de saber querer, de hacerlo con ganas pero sin necesidad.

Perdón por los bailesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora