32. Damiano

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La vi correr hacia el portal, reí cuando nerviosa sacó las llaves del bolso y se le cayeron antes de meterlas en la cerradura. Quise que se diera la vuelta y me mirase. Quería que me mirara a los ojos y viese que estaba ahí para ella, que lo iba a estar toda la vida, que esta era la buena. Cuando la vi desaparecer escaleras arriba, me relamí los labios y pensé en todas las posibilidades que se nos habían escapado.

A la mierda.

Abrí el coche y saqué de la guantera las llaves de repuesto. Y corrí tras ella.

Llegué justo en el momento que Roma iba a cerrar la puerta.

Contuve el aliento mientras Roma me recibía con una sonrisa traviesa y unos ojos que brillaban más que cualquier estrella.

- No hay nadie en casa - confesó aunque yo eso ya lo sabía.

- ¿Quieres que pase? - pregunté con cautela.

- Es tu casa - dijo abriendo un poco más la puerta.

Mi corazón dio un latido desbocado mientras mis pies me guiaban dentro de la casa.

- Aún estás a tiempo de echarme - le recordé.

Roma me retó con la mirada y se encaminó a su habitación.

- ¿Necesitas una invitación para entrar en tu cuarto? - me preguntó con un descaro que había echado en falta.

Tragué saliva y la seguí.

Sus labios volvieron a encontrarse con los míos y me rendí ante ella, me dejé llevar por las ganas y me reencontré con su piel. Mordí su labio inferior hasta conseguir que Roma se deshiciera en suspiros y eso me encendió por dentro. Sentí como sonreía cuando mis manos pedían permiso para quitarle la ropa.

Roma no me pidió que parase.

Yo tampoco quería.

Los dos nos dejamos llevar, sin prisas y disfrutando de cada instante como si fuera el último porque había pasado demasiado tiempo y habíamos perdido demasiado por el camino.

Eché un vistazo a la cama y pensé en las innumerables noches que había pasado en vela, mirando al techo y soñando con una única posibilidad: la de tener a Roma allí, a mi lado, amándola y cumpliendo con las promesas que nunca pude llevar a cabo. Como si Roma me hubiera leído la mente se tumbó en ella.

Y el mundo se paró.

Juntos éramos magia y aquella noche lo volvimos a certificar.

- Mírame - me pidió cuando estábamos a punto.

Y eso hice. Entonces entendí que nunca tuvimos un momento más perfecto. Llevaba años pensando que nuestra primera vez había sido especial por ser la primera, porque tuvimos al mar como testigo o porque solo éramos dos críos inconscientes. Pero lo cierto era que fue perfecto porque había sido con ella. Y que así sería cada vez que pudiera escuchar mi nombre entre sus jadeos.

El momento pudo conmigo y me deje ir. Tardé más de la cuenta en quitarme de encima para intentar hacerme un hueco a su lado. Roma me abrazó y me pidió que no me fuera.

Un "quédate" fue suficiente para saber que ya no había vuelta atrás.

Perdón por los bailesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora