3. Roma

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Estoy segura que hay una regla no escrita en los aeropuertos que dice que cuanto más prisa tienes por salir, más tarda tu equipaje en aparecer. Pude recuperar la respiración cuando vi aparecer mis maletas por la cinta, respiré con alivio al saber que esta vez me había librado de la angustiosa cola de los puestos de reclamación. Cogí mis dos maletas y encaré con ganas la puerta de salida, la preocupación se me fue en el instante en que los vi.

Beatrice se abalanzó sobre mí y recibí unos de esos abrazos tan cálidos como envolventes que solo las madres saben dar ¡Cómo los había echado de menos! Beatrice era una mujer espectacular, guapa a pesar de esos años que comenzaban a pesar, siempre sonriente y con una increíble melena de rizos dorados que desde pequeña había admirado. Beatrice había sido compañera de mis padres durante muchos años, convirtiéndose así en la mejor amiga de mi madre, su fiel e inseparable escudera. La que no dudó en atravesar el mundo cuando se enteró de lo que había ocurrido, la que nunca me había soltado la mano a pesar de la distancia, la que me guió entre las sombras en mis momentos más oscuros. Beatrice era lo más cercano a una madre que existía en mi mundo terrenal y ya solo por eso supe que nuestra promesa nunca tuvo sentido.

A su lado me esperaba David, su marido, un hombre recto, serio pero con un corazón tan grande como bondadoso. No era un hombre de muchas palabras, ni extremadamente cariñoso pero, con un simple gesto, pasando su mano por mi espalda ya sabía que estaba dándome la bienvenida a casa, la suya pero también la que siempre sería mía. Sonreí agradecida.

- ¡Ay, Romita, Romita! -murmuró una voz con cierto descaro.

- ¡Jay-Jay, no te pases! - le advertí separándome de su madre.

Jacopo, Jay-Jay para mí, se alzaba imponente detrás de sus padres. Poco quedaba del chico que dejé llorando en este mismo aeropuerto una tarde de otoño de hace más de cuatro años. Jacopo se había hecho hombre en este tiempo, más fuerte y mucho más alto. Me costaría acostumbrarme a sus nuevas dimensiones, pero no a un rostro que me resultaba mucho más que familiar. Su parecido era tan asombroso que el corazón me latió punzante.

Jay-Jay corrió hacía mí como lo hubiera hecho aquel niño tiempo atrás, me alzó por los aires y dio vueltas hasta casi conseguir marearme.

- ¡Jacopo, ya está bien! - le reprendió su padre - El coche es nuevo, no quiero que Roma lo estrene por todo lo alto.

- Ah, como aquel día que... - frené la anécdota con un codazo. Me negué a que nuestra primera conversación de vuelta en Roma fuera sobre aquel viaje en el que nadie, ni mis propios padres, tuvieron en consideración mi facilidad para marearme, sin duda un viaje de vuelta que nadie ha sido capaz de olvidar.

Jacopo se rió de mi intento por callarle, puso los ojos en blanco y aún así decidió seguir contando la anécdota. Entonces fui yo la que puse los ojos en blanco pero reí porque no había nada más real ni cotidiano para demostrarme que, definitivamente, había vuelto a uno de los pocos sitios que podía seguir llamando hogar.

El trayecto hasta casa se me hizo corto, mucho más que de costumbre. Supongo que la noción del tiempo también se transforma según creces y lo que antes te parecía un mundo con los años se convierten simplemente en minutos. Le eché la culpa al tiempo más que a mis nervios porque sabía que cada segundo el corazón me latía más rápido, desbocado por ti, por mí, por los dos compartiendo un mismo espacio.

- Suelta eso - me reprendió David nada más sacar las maletas del maletero.

- ¿Aún no os han puesto el ascensor? - pregunté contrariada mirando al edificio con anhelo.

- Ni piensan hacerlo - respondió Beatrice rendida ante la evidencia.

- Pero si cuando me fui estaba todo empapelado, los vecinos estaban de acuerdo y las obras estaban por comenzar - recordé sin entender nada.

- La señora Ciara se echó atrás, su hijo tuvo un problema bastante grave de salud y no pudo permitirse la obra, sus prioridades como es evidente cambiaron. La derrama aumentó y dejó de ser viable para el resto de los vecinos - me explicó David cerrando el coche.

Asentí entendiendo de primera mano lo que significaba tener que reestructurar tus prioridades. A sabiendas  de que la vida primero golpea y luego pregunta.

- ¿Y la cancha de basket? - pregunté recordando la cantidad insana de horas que había pasado en aquella pista.

- En ruinas - respondió Jacopo.

¿Por qué había preguntando por la cancha de baloncesto?¿Por qué entre todos los recuerdos mi boca había decidido recordar aquel? Me sacudí la cabeza y lamenté en voz bajita que aquel sitio también fuera a desaparecer. Beatrice y David hablaban entre sí sobre la mejor estrategia para subir (sin morir en el intento) todas mi cosas hasta su sexto piso. Jacopo y yo aguantamos en silencio, un silencio roto por unos pasos pesados y un profundo olor a tabaco.

No me hizo falta girarme para saber que la reunión familiar se había completado.

- Te fuiste y todo se vino abajo - mi piel se erizó al oír su voz - y aunque se empeñan en reconstruirla todos sabemos que ya nada volverá a ser como antes.

Y tanto él como yo sabíamos que, precisamente, no hablaba de la pista de baloncesto.

Perdón por los bailesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora