29. Roma

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Echaba de menos a mi madre. La echaría en falta toda una vida pero más en momentos como este. Ella seguro que sabría que decir, sonreiría con dulzura y luego me llevaría a tomarme un batido y seguramente buscaríamos en la cartelera la película más ridícula que mantuviese mi cabeza durante un par de horas alejada de la realidad.

No llegué a tener la oportunidad de hablar de Damiano con ella. Obviamente, hablamos infinidad de veces de él pero nunca como me hubiera gustado. No me dio tiempo. Aunque sabía que ella lo sabía porque nos conocía demasiado bien a ambos. 

Aún así era vergonzoso la cantidad de veces que había fantaseado con aquella conversación que nunca existió. Me imaginaba a mi madre esperándome en el salón después de que tras una mirada furtiva tras la ventana nos hubiera pillado a Damiano y a mí despidiéndonos con un beso. Tenía la imagen clara de mi madre, simulando un enfado inexistente, con los brazos cruzados esperando tras la puerta. 

- ¿Cómo no has podido contármelo? - me diría. 

Estaba segura que yo no diría nada y entraría a casa con una sonrisa. Yendo directa a la habitación para dejar colgado tras la puerta el bolso y zafarme de la chaqueta. 

- ¡Roma! - gritaría más ansiosa por los detalles que enfadada. 

- Cálmate - le habría pedido con ese aire chulesco que te da la adolescencia - ¿Cuál es el problema?

Y nos sentaríamos en la cama para hablar. Se lo contaría todo. El día que cambió, el primer beso, las citas, mi primera vez, la ilusión... le hablaría de nuestros planes de futuro, de cómo íbamos a mantener nuestra relación a distancia, que quizá deberían prestarme algo de dinero para volver más a menudo a Italia. Y ella escucharía con atención para terminar confesándome que ella y Beatrice llevaba toda la vida fabulando con eso. Durante la cena mi madre se lo contaría a mi padre quien se apresuraría por mandarle un amistoso y amenazante mensaje a Damiano. 

Quería y necesitaba a partes iguales el haber podido vivir esa situación. 

Pero eso tan solo era una realidad paralela que nunca existiría porque aquel accidente nos arrebató esa opción. 

Con ella hubiera sido más fácil aceptar la decepción y el dolor de la traición. Ella me habría explicado cómo de complicado era el amor, me hubiera limpiado las lágrimas y, desde luego, no me habría permitido estar tan perdida. 

Suspiré y, como una señal divina, mi móvil vibró recibiendo un mensaje: "Vale la pena. Cuando el amor es infinito hay espacio para que las segundas oportunidades salgan bien".

No me hizo falta leer el nombre de Beatrice para saber que era ella.

Un segundo después, otro mensaje. 

O, mejor dicho, un vídeo.

Mi corazón se aceleró al ver a mi madre en pantalla. Beatrice y ella estaban juntas, recordaba esa noche cuando mi padre se empeñó en hacer una barbacoa a pesar de los 40 grados. 

- A ver - escuchaba decir a Beatrice - este video es para Roma y Damiano - levantó una copa - acabáis de iros poniendo una excusa malísima y...

- Os hemos pillado - decía mi madre. 

- Chicos, que no somos tontas ¡Estáis liadísimos! - continúo Beatrice que comenzó a reírse seguramente producto del alcohol ingerido - ¡Brindemos!

Mi madre tomó su copa y sonreía a la cámara... tan guapa como la recordaba.

- ¡Por vosotros! - decía 

- ¡Y por nosotras! - respondía Beatrice - Ojo de loca...

- ¡Jamás se equivoca! - acababa de decir mi madre - Chicos, quereros mucho pero quereros bien. Que vuestra felicidad y ese brillo en los ojos cuando os veis no se os vaya nunca. Y... ¿deberíamos castigarlos? - preguntó a su amiga.

- ¿Por mentirnos? - la conversación fluía como si se hubieran olvidado de que estaban grabando.

- ¿Quién ha mentido? - se ha oído de fondo la voz de mi padre. 

- ¿Qué? - respondía mi madre antes de apagar la grabación. 

Me aprendí cada fotograma de aquel vídeo y lloré con el en bucle toda la noche. 


Perdón por los bailesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora