7. Roma

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Durante el viaje en tren también viajé en el tiempo. Un viaje que me llevó muchos años atrás, cuando éramos unos niños y las insulsas peleas de Damiano y Jacopo acaparaban nuestras horas muertas. Admiraba la forma en la que podían enfadarse el uno con el otro y al segundo ya estaban como si nada hubiera pasado. Fueron esos veranos juntos los que alguna vez me hicieron lamentar el no tener un hermano con el que compartir tanto los buenos como los malos momentos. Cualquier excusa era válida para emprender una batalla: los asientos, la temperatura del vagón, el peso del equipaje...

- ¿Tienes el cargador a mano? - preguntó Jacopo a su hermano.

Damiano se sacó uno de los auriculares y le hizo un gesto para instar a repetir la pregunta.

- Que si tienes el cargador a mano - formuló de nuevo la pregunta

- No - respondió cortante.

Damiano se colocó de nuevo el auricular pero Jacopo no se daba por vencido. Le dió una palmada en el muslo para acaparar de nuevo su atención.

- Venga, Dam. Dame tu cargador.

- Que no lo tengo a mano - respondió algo cansado.

- Seguro que lo tienes más a mano que yo - insistió Jacopo señalando sus maletas.

- No es mi puto problema si te has traído dos maletas que no eres capaz ni de abrir.

Después de tantos años una sabe cuando debe y no debe intervenir. Ese era mi momento. Me levanté del asiento y cogí mi bolsa. Rebusque durante unos segundos y me giré para darle a Jacopo su ansiado cargador.

- Gracias - me guiñó el ojo - ¿Ves? - reprendió a su hermano - No era tan difícil. Lo que sí va a resultar difícil es que dejes de ser un amargado - respondió con fiereza Jacopo a la par que se levantaba quizá en busca del baño.

Damiano seguía impasible con la vista perdida al frente y una cabeza a saber dónde. Cerré la bolsa, la volví a situar en su compartimento y resoplé dándome fuerzas para lo que estaba a punto de hacer.

- Ya no queda mucho - me senté a su lado, ocupando el asiento de Jacopo.

Damiano pareció aterrizar forzosamente en tierra. Apresurado se quitó los auriculares y los guardó en su estuche.

- Perdona - se excusó - ¿Qué decías?

- Que ya queda poco para llegar - miré el reloj de mi móvil - apenas media hora.

Guardamos un silencio incómodo durante varios segundos, como si los dos estuviéramos buscando una forma en la que poder seguir con la conversación.

- Jacopo... - arranqué a decir usando a su hermano como pretexto.

- No soy un amargado - me cortó de forma tajante.

- Bien - sonreí - Un amargado no es la mejor compañía para la chica triste traumada por la muerte repentina de sus padres.

Y los dos rompimos a reír. Seguramente no era el mejor momento ni la frase más adecuada para hacerlo pero a veces las cosas ocurren así.

- Creo que no deberíamos reírnos de esto - dijo Damiano aún entre risas.

- Si no puedo reírme de esto ¿qué me queda?

- Sin duda has sacado el sentido del humor de tu padre. Estaría orgulloso... - Damiano pensó si decir la siguiente frase, pero aún así lo hizo - Los dos lo estarían.

- ¿Tú crees? - pregunté sin de verdad tener claro la respuesta.

- Yo lo estoy.

Sonó tan sincero, tan de dentro que la piel se me puso de gallina.

- Gracias - tragué saliva - Tu tampoco lo has hecho mal. El mundo entero corea tu nombre, tus canciones, todo el mundo te conoce.

- No - soltó cortante de nuevo - Nadie me conoce. Nadie me conoce como tú.

El mundo se paró. Me vi reflejada en su mirada y quise sentir que algo había cambiado. Volamos años atrás, los dos solos en una playa, una película rebobinada a cámara rápida y un adiós.

- Perfecto, Roma - gritó Jacopo ya de vuelta - Me parece bien. Ocupa mi sitio, yo me siento en el tuyo. Así tendré unos minutos de tranquilidad sin soportar la cara de acelga de mi hermano.

Y en los 25 minutos restantes de trayecto nadie dijo más nada. 

Perdón por los bailesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora