2. Damiano

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La soledad es una hija de puta. Cada día lo tenía más claro.

Él, el chico solitario, la persona que más presumía de paz en su soledad pero que nunca estaba solo. Vivía rodeado de gente, de una multitud que coreaba su nombre, siempre acompañado incluso en las noches que no lo buscaba.

Y, de repente, un buen día la vida decide darte un guantazo a mano abierta. ¿Quieres soledad? Tómala por castigo, parecía que algún Dios le había dicho. Miró a su alrededor y se encontró con la nada. El más puro vacío. Una casa que se había quedado sin recuerdos y no esperaba un mejor futuro. Encendí un cigarrillo pensando si realmente hablaba de la casa o de mí mismo.

Unos meses atrás su abuelo había muerto y él había heredado su piso. Un piso que jamás pensó que tuviera que hacer uso de él. Era pequeño, muy pequeño, demasiado pequeño para dos. Aunque claro, ya no eran dos. Su novia le había dejado y tampoco la culpaba, hasta él estaba cansado de sí mismo. En ocasiones le costaba reconocerse en el espejo, sintiéndose una sombra de lo que alguna vez había sido. Había perdido el brillo, desgastado por un sueño que le había consumido. Y ahora, de nuevo, la nada. Cuatro paredes, dos maletas y una guitarra.

El teléfono vibró y supe sin tan siquiera mirar que era mamá quién llamaba. Denegar llamada. Mamá me había pedido volver a casa, recomponerme, componer y tomarme un tiempo para volver a alzar el vuelo. Una lástima que nunca haya sido una opción. Nunca lo fue y ahora mucho menos.

Al acercarme a la ventana descubrí que el edificio donde vivían mis padres y mi hermano no estaba tan lejos, de hecho podía verlo casi entero. Cerca pero lejos. Y eso cerca de alegrarme, me entristeció. No por ellos, sino por ti. ¿Cómo íbamos a poder cumplir nuestra promesa? ¿Cómo no voy a verte si casi ya puedo olerte? Mierda, olerte ¿en serio?

Me costó una vida superarlo. Me perdí en hipótesis que nunca fueron reales, me perdí entre los "y si...", me perdí y perdí la razón, la misma que perdí al besarte. Podríamos haber sido tanto que me asusté y me puse a escribir otras historias. En mis canciones hablé de todas ellas pero nunca de ti. Nunca hubo suficientes palabras para lo nuestro, ni tan siquiera para un perdón.

Miré a las maletas sabiendo que en mi equipaje solo había ropa. Ropa y más ropa. Y entre ella la camisa blanca que me robaste aquella noche, la noche en la que el sol nos sorprendió bailando en la arena. La noche que juramos bañarnos en todos los mares y cantarnos bajito todas las canciones a medias.

Tiré la colilla por la ventana y abrí la maleta. Ahí estaba arrugada y descolorida pero aún resistente. Metí la mano en el único bolsillo de la camisa y descubrí el papel que nunca me atreví a darte.

"Vuelve porque te estaré esperando, pero no me pidas que viva sin ti".

Y eso sí que lo había cumplido. No podría llamar a esto vida y tú...

- Ya está aquí - dijo mi hermano al otro lado del teléfono que esta vez si había querido descolgar.

Suspiré.

"Vuelve porque te estaré esperando", nunca te lo dije, nunca te lo pedí.

Roma vuelve a Roma.

Y sin habértelo pedido ya habías vuelto.

Perdón por los bailesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora