—¡Mmmmm! ¡Mmmmm! ¡Mmmmm!

Kris Powell hacía todo lo posible por llamar la atención de su hermana gemela. Lindy Powell levantó la vista del libro que estaba leyendo para ver qué pasaba.

En lugar del bonito rostro de su hermana, Lindy vio una burbuja redonda y rosada
casi del tamaño de la cabeza de Kris.

—Qué grande —dijo Lindy sin mucho entusiasmo, y con un súbito movimiento reventó el globo.

—¡Hey! —gritó Kris cuando el chicle le explotó en la cara.

Lindy se echó a reír. Kris le cerró de golpe el libro.

—¡Vaya! ¡Ahora no sabes por dónde ibas! —exclamó. Sabía que su hermana odiaba perder la página de su lectura.

Lindy le arrebató el libro con cara de mal genio y Kris se dedicó a quitarse el chicle de la cara.

—Era el globo más grande que haya hecho en mi vida —comentó enfadada. No había forma de quitarse el chicle de la barbilla.

—Yo los he hecho mucho más grandes —replicó Lindy con una mueca de superioridad.

—¡Desde luego son imposibles! —dijo su madre, que en ese momento entraba en la habitación para dejar una pila de ropa doblada a los pies de la cama de Kris—. ¿se
están peleando por un globo de chicle?

—No nos estamos peleando —murmuró Lindy. Se echó hacia atrás la coleta rubia y volvió a su libro.

Las dos niñas eran rubias, pero Lindy llevaba el pelo largo, casi siempre recogido en una coleta detrás o a un lado de la cabeza, y Kris lo tenía muy corto.

Era una forma de diferenciar a las dos gemelas, porque en todo lo demás eran prácticamente idénticas. Las dos tenían la frente amplia y torneada y los ojos azules,
y cuando sonreían se les hacían hoyuelos en las mejillas. Las dos se sonrojaban con facilidad y les aparecían unos grandes rodetes rosados en los pálidos pómulos.
Las dos pensaban que tenían la nariz un poco ancha, las dos deseaban ser un poco más altas. Alice, la mejor amiga de Lindy, les llevaba casi siete centímetros, aunque todavía no había cumplido los doce años.

—¿Me queda algo? —preguntó Kris, frotándose la barbilla enrojecida y pegajosa.

—Un poco —contestó Lindy—. En el pelo.

—Genial —masculló Kris. Se tocó el pelo, pero no encontró nada de chicle

—¡Caiste! —exclamó Lindy con una carcajada—. ¡Que tonta eres!

Kris lanzó un furioso gruñido.

—¿Por qué eres siempre tan mala conmigo?

—¿Yo?, ¿que soy mala? —preguntó Lindy con los ojos muy abiertos y una expresión de inocencia—. Si soy un ángel, pregúntale a cualquiera.

Kris, exasperada, se volvió hacia su madre, que estaba metiendo calcetines en un cajón del armario.

—Mamá, ¿cuándo voy a tener un cuarto para mí?

—El treinta de febrero —contestó sonriendo la señora Powell.

—Eso dices siempre —se quejó la niña.

Su madre se encogió de hombros.

—Sabes que no tenemos sitio, Kris. —Miró por la ventana. El sol brillante se filtraba entre las cortinas—. Hace un día precioso. ¿Qué hacen las dos aquí dentro?

—Mamá, no somos niñas pequeñas —dijo Lindy poniendo los ojos en blanco—.  Tenemos doce años. Ya somos mayores para salir fuera a jugar.

—¿Me lo quite todo? —preguntó Kris, todavía arrancándose de la barbilla
trocitos de chicle.

La noche del muñeco vivienteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora