CAPÍTULO 1

459 50 16
                                        

El edificio desde fuera impresiona, se ve señorial, majestuoso, dentro de un paisaje natural de ensueño, pero cuando entro el frío de su interior me golpea duramente. Ni siquiera hace frío, aún no estamos en otoño, pero el ambiente que se respira dentro es distante y poco acogedor. La bedela es la encargada de recibirme y llevarme hasta una pequeña sala que parece ser su oficina. La despedida con mis padres ha sido inexistente, me he bajado del coche sin decirles nada, sin mirar una sola vez atrás, aunque reconozco que he tenido la tentación de hacerlo. Me han soltado aquí, o más bien encerrado, porque no quieren hacerse cargo de mí y mi temperamento. Se supone que soy su responsabilidad, que deben criarme y educarme, pero se ven sobrepasados por mi actitud y prefieren delegar esa tarea en unos desconocidos. Vamos, lo que llamo yo ser unos padres ejemplares, claro que sí.

—Quítate la ropa —me ordena la bedela de pelo tintado de rojo y con canas asomando ya en las entradas—. Es la inspección rutinaria —Me informa ante mi desconcierto—, no puedes entrar con nada que no esté permitido.

—¿Y piensas que me lo he podido esconder en el culo?

La bedela, que debe estar en sus cuarenta, no reprime una sonrisa, le ha hecho gracia mi contestación, aunque a mí no me hace ninguna, iba totalmente en serio. La mujer se sienta en el borde del que supongo será su escritorio y se cruza de brazos, esperando a que cumpla lo que me ha ordenado. Tener que desnudarme delante de una desconocida mientras me mira y seguramente me cachee después me parece cuanto menos perturbador, así que me niego a obedecer.

—No.

—¿Perdón?

—No lo voy a hacer. ¿Quién me asegura que no hay cámaras escondidas por algún lado y vas a pajearte esta noche mirándome?

La señora eleva las cejas sorprendida y luego suelta una carcajada. Se baja de la mesa y señala las paredes de la pequeña sala. No hay mucho que ver, en realidad, solo hay un escritorio metálico con una bolsa de viaje donde supongo irá la ropa que me permitirán ponerme aquí; a un lado, una estantería también metálica y que parece mantenerse en pie de puro milagro, que está atestada de folios en blanco, carpetas, tizas, lápices, cuadernos y bolígrafos, todo lo que un centro educativo necesita; y por último, justo al lado de la estantería, hay una gran impresora y fotocopiadora. Por lo que no tiene pinta de que haya ninguna cámara escondida.

—Mira, sé que es bastante incómodo, pero vete acostumbrando —me explica ella usando un tono amigable—. Aquí las duchas son compartidas, así que los primeros días, por ser la nueva, te mirarán mucho y de arriba abajo. Además todas sois adolescentes hormonales, por lo que no me acuses de pajearme cuando tú y todas vosotras en este centro también lo hacéis. Y ahora, haz el favor de quitarte la ropa, tienes que ponerte el uniforme.

Ah, genial, voy a enseñarle el culo a cientos de chicas, algunas pervertidas, a partir de hoy mismo en los próximos nueve meses; amo mi vida. La bedela saca entonces de la bolsa una falda gris y una blusa blanca a juego con una chaqueta y medias también grises con algunas líneas blancas delineando el contorno de las costuras.

—Bonito, ¿verdad?

—Precioso —contesto con ironía, haciéndola reír una vez más.

Acabo quitándome la ropa, sintiéndome tremendamente incómoda, aunque al menos Beatriz, que así me ha dicho que se llama, ha tenido la amabilidad de no mirarme, a pesar de que debía asegurarse de que no llevaba nada peligroso o no permitido escondido, como por ejemplo mi móvil, que he sacado del bolsillo del pantalón y ella ha apagado y guardado bajo llave en un cajón de su escritorio. Me he puesto esa aburrida ropa rápidamente y me ha enseñado a hacer el nudo de la corbata gris que va con el conjunto.

La FraguaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora