HAUNTED TOWN #32

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                                                          Hechizos de hiel

No deseaba soltar el cuerpo de mamá. Lo apretaba contra mi pecho. La mujer no entendía por qué había regresado tan alterada. Aunque, sus limitados dones de bruja le indicaban que había tenido un desenlace un tanto, desconcertante.

Me dijo al oído que aceptara mi condición y no luchase más contra mí misma.
Y coincidió exactamente, con la decisión que había tomado en el acantilado. Al ser capaz de soltarme de los brazos de la muerte.

A partir de ese día decidí dedicarme a lo que realmente soy, una bruja oscura. Que a diferencia de las blancas, mi fuerza interior hace el mal. Cuando me sulfuro no puedo controlar y los resultados son nefastos. De ahí, las muertes que he causado. Aunque,  también puedo sanar como lo hice con mamá.

El poder va en relación al tamaño de la mancha del talón. La mía es bastante grande. Al igual que la de mi abuela. Sin embargo, es maligna.

¿Por qué nací así? No lo sé. Pude ser normal o ser blanca como mamá y la abuela. Pero, me tocó ser diferente, ser oscura. Hacer daño.

Así, que una vez aceptada mi condición comencé a recibir presentes por utilizar mis poderes. Empecé ganando unos pocos peniques a cambio de mis ungüentos o de alguna de las pócimas que Darcy me enseñó.

Los embrujos de la nueva hechicera viajaron de boca en oído con demasiada rapidez. Y, a mayor distancia de la que yo imaginaba. Por lo que me buscaron suplicando innumerables soluciones.

Realicé pociones para retener enamorados. Para sanar y provocar entuertos y mal de ojo. La mandrágora, belladona, beleño, estramonio o cicuta eran muy habituales en mi cocina.

También la grasa de gato o de zorro. Los rabos de lagarto y lagartija. Los cuernos de muflón, bisonte, rebeco, íbice o los que los cazadores de la zona  me proporcionaban. Huevos de múltiples tamaños.  Ojos, ancas, corazones y un largo etcétera.

             Alguien llamó a la puerta una tarde lluviosa

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Alguien llamó a la puerta una tarde lluviosa. Al abrir, encontré una mujer nerviosa. Las lágrimas regaban su cara y caían por sus ropas manchadas de barro.

          La invité a pasar y le ofrecí asiento. Intenté colocar mis manos sobre su cabeza para propiciar que se calmara. Pero se retiró. Posiblemente no quería que conociera la tristeza y el desasosiego que se hospedaban no solo en su corazón, también en su vida.

      Una vez algo más calmada, me senté frente a ella. Cuando le pregunté qué requería de mi persona, me respondió de forma atropellada y con gran impaciencia que necesitaba librarse del preñado que había concedido con un desentendido, antes de que la familia lo descubriese.

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