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—Es una piedra telepática —respondió Istria tumbado en la cama.

Su aspecto había decaído en las últimas horas. La piel era translúcida dejando ver en la frente las venas que un día llevaban sangre y en las que ahora circulaba cada vez menos ponzoña. El otro colmillo se le cayó cuando Venora le llevó los restos de su caza. Edward agradeció no tener que verlo bebiendo de un cuerpo ya sin vida. A Istria le encantaba atemorizar y acorralar a los humanos.

—¿Cómo funciona?

—Llevándola siempre contigo. Ponla cerca de la piel y podrás escuchar todo lo que piensen esos perros.

—¿Por qué no la usaste contra ellos?

—La encontré después. Si haces todo lo que te digo podrás vivir en Forks sin problemas.

—No me quedaré, volveré a matar uno por uno a esos monjes.

—Edward —Se incorporó levemente con la súplica reflejada en sus ojos—, no te mando allí por un capricho. Las tierras de Forks son mágicas. Si permaneces allí le otorgarás más vida a Verona, a ti y a los descendientes que salgan de ti, ¿lo entiendes? Forks es tierra de vampiros y esas asquerosas pulgas nos desterraron. Aquí ya no estáis a salvo, si pudiera viajaría encantado con vosotros.

—Podríamos hacerlo. Salir ahora mismo y que te recuperes con la magia de Forks.

—No llegaría. Además, los lobos olerían la pérdida de mi ponzoña y no dudarían en atacarnos. Necesitamos a tus hijos.

—¿Cuántos siguen al nieto de ese perro?

—Diez.

—¿Diez? ¿Junto a ese jefe que puede abandonar su cuerpo para ser un espíritu del bosque? Verona y yo estamos muertos.

—No me estás escuchando. —Se dejó caer en la almohada haciendo una mueca de dolor—. La clave está en tus hijos y en la piedra.

—Supongo que en mi condición convencer a una humana será fácil.

—No olvides matarla o convertirla una vez te haya dado los hijos. Te recomiendo lo primero.

Edward asintió pensativo. Pensar en tener que involucrarse de esa forma con una humana le revolvía el estómago, si es que se le podía alterar de esa forma.

Se refugió en su habitación tocando el piano para mantenerse ocupado. Siempre había envidiado lo que tenían Verona e Istria. Ella se tumbaba junto a él acariciando su larga melena negra y ahora, cuando él estaba tan débil, se encargaba de cazar para él, de hacerle la existencia más llevadera mientras se apagaba y ella se consumía al asimilar su pérdida. Edward estaba enamorado, profundamente enamorado, y daría cualquier cosa por verle una última vez.

Más de una vez, gracias a la tecnología, había buscado su nombre sin ningún resultado. Sería una suerte que siguiera vivo con noventa y cuatro años. Y si lo estuviera se preguntaba si le recordaría. Se apartó del piano extrayendo una caja del fondo de su armario. Ahí guardaba sus dibujos, los objetos que usaba como juguetes, los envoltorios de los chocolates que le compraba y hasta un mechón de pelo atesorado en un pañuelo de tela. Acarició las hebras, ya ásperas y abiertas por el paso del tiempo, las observó recordando la sensación en los ojos antes de llorar. Era como querer gritar y no tener voz.

Lamentaba no haber sacado una foto y lamentaba no haber podido hacer nada para detenerle. Sin embargo, desapareció de la noche a la mañana y su pensamiento se fue con él.

Se dejó caer en el suelo tras guardar la caja tratando de cerrar el compartimento del pasado en su cabeza. Hubiera dado cualquier cosa por lograr dormirse.

—¡Edward! ¡Edward! —Oyó la voz de Verona lejana, como si continuara en el otro extremo del palacio.

Visualizó el largo vestido color bronce en contraste con las paredes oscuras. Más que correr parecía flotar con elegancia mezclada con el pánico y la alarma en su rostro. Un lamento espectral escapó de sus labios y Edward comprendió todo. Se agarró de los brazos del vampiro con una tristeza en los ojos que desgarró a Edward.

—Istria se ha ido, tenemos que salir de Transilvania.

—¿Dónde está? Quiero verlo. —Se zafó de sus manos por unos segundos, Verona se interpuso en su camino.

—En cuanto la noticia llegue a todos los monjes asaltarán el palacio. Istria me pidió mantenerte a salvo —explicó con su acento típico de Transilvania. A Edward siempre le había encantado oírla.

—Será solo un segundo. Él es importante para mí.

Verona asintió tras unos segundos de mantenerle la mirada. Edward sabía que si ella no lo permitía no podría avanzar, una vampiro como ella, casi con trescientos años, podría reducirlo sin problemas.

La habitación permanecía abierta, la cama destapada y una silueta negra donde antes estaba el cuerpo de Istria. Edward se aproximó con lentitud sabiendo qué era aquella mancha negra. Con la yema de los dedos rozó las sábanas sintiendo el tacto del polvo en el que se había convertido Istria. Su padre, su familia, su maestro, su confesor y su ejemplo a seguir ahora solo era eso: polvo.

En una mochila guardó la caja del armario, algunas pertenencias de Istria y algunas suyas que le recordaban sus primeros años de vampiro, cuando su amigo fiel se compadeció y le permitió viajar con él a su palacio. Se colgó del cuello el tarro cilíndrico donde yacía la tierra en la que debería de descansar su cuerpo, al morir en 1927 ya nadie husmeaba en su tumba. Por último recogió la piedra y se reunió con Verona a la entrada.

—Cogeremos un barco y navegaremos toda la noche. Atracaremos en Galveston.

—¿Por qué en Galveston?

—Cerca de Forks hay un puerto, pero está cerca de la tribu Quileute y están preparados para detectar vampiros a varios kilómetros. En Galveston alquilaremos un coche y llegaremos a Forks. Toma tu documentación.

Edward leyó el carné falso que ella le ofrecía.

—Anthony Masen, nacido el veinte de junio de 1988.

—Así es. Istria hizo los pasaportes y documentos para poder viajar. Le pareció correcto hacernos pasar por hermanos. —Una sonrisa divertida a la vez que nostálgica asomó en su cara mientras le mostraba su carné—. Me ha puesto dos años más.

—Veinticuatro. De hecho te los ha quitado —bromeó.

—Aunque me convertí con veintidós tengo un aspecto de dieciocho. Sería para hacer más real ser hermana tuya.

—Nadie creería que nosotros somos hermanos.

Verona era esbelta, de cintura marcada, piel pálida, una preciosa melena ondulada negra y unos ojos rojos que debería esconder. Él poseía unos ojos topacio menos llamativos para los humanos. Era alto con pómulos marcados al igual que la mandíbula. La nariz era recta y los labios redondeados. Solía llevar el pelo despeinado porque le favorecía a su color cobrizo.

Verona se encogió de hombros como si en realidad pensara como él. Echó un último vistazo a la fachada del palacio.

—Acuérdate de mantener el parentesco en la presencia de los humanos.

—Por supuesto. Para ti será más complicado recordar llamarme por mi segundo nombre.

—Nunca me ha gustado. Edward suena más elegante, más propio de tu Inglaterra natal.

—Era el nombre de mi padre.

—Lo sé, Istria me lo dijo. Puedes ponérselo a uno de tus hijos. Espero que escojas a una humana que huela bien, eso los haría mejores y por supuesto, no me negaré a que me dejes quitarla de en medio.

—No la he elegido y ya quieres comértela —dijo con una leve sonrisa.

Giró para despedirse del palacio que fue su hogar en los últimos ochenta y siete años. Volvería para vengarse de los monjes, bebería hasta la más mísera gota de su sangre y colgaría la cabeza de ese perro fantasma en el salón donde Istria le enseñó a tocar el piano.

El legado de ForksDonde viven las historias. Descúbrelo ahora