La langosta

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Cuando se despertó se notó extraña como más ligera y al levantarse miró sus piernas con sorpresa. También sus brazos se habían quedado igual. Corrió al baño y se miró en el espejo ¡lo mismo! Ya se lo había advertido su madre que iba a pasar ¡Si sigues sin comer te vas a quedar transparente! Y ya había ocurrido ¡se había vuelto completamente traslúcida!

Lo que menos entendía era por qué su ropa también cambiaba de color en cuanto se la ponía. No es que fuese totalmente incolora sino que se mimetizaba con su piel y pasaba totalmente desapercibida.

Probó con el maquillaje pero fue igual. Retenía el color un poquito más pero luego a los cinco minutos nada, desaparecía por completo. El lápiz labial y la máscara de ojos por el contrario se manifestaban en extremo, pero optó por retirarlos. No quería ser unos labios y unas pestañas que se movían en el vacío. Por la misma razón también eliminó su laca de uñas.

Antes de ir a trabajar debía de sacar al perro. Se miró en el espejo de cuerpo entero del portal, apenas se dibujaba su silueta. La correa roja parecía moverse sola porque Boby a ser blanco tampoco destacaba mucho en aquel día soleado.

El repartidor que venía apurado chocó con ella y los paquetes se diseminaron por toda la entrada del edificio. Quiso ayudar pero al no verse, no hacía más que provocar accidentes. Finalmente tras el último tropezón, el muchacho logró detectarla y la miró con odio. María salió rápida y temerosa del portal.

El paseo fue desagradable. Todos la empujaban y se sentía como un balón rebotando de cuerpo en cuerpo y al mismo tiempo como un árbitro por los insultos que recibía. Enseguida subió a casa para ir a trabajar. Gracias a Dios el trabajo le quedaba cerca, a dos calles. Ni se imaginaba como sería si tuviese que tomar el transporte público.

María era dependienta en unos grandes almacenes. Tuvo un día tranquilo. Como apenas se la vislumbraba los clientes no la molestaban pero claro, no vendía nada.

Pasado el primer día María pensó que con una opípara cena recuperaría su buen color. Decidió acudir a un restaurante. Le costó Dios y esfuerzo que la atendiera el camarero pero una vez cumplido ese objetivo no se olvidó de ella, porque se pidió y se zampó media carta.

No fue buena idea, pasó la noche con una fuerte indigestión y al día siguiente igual de transparente, apenas se veían unas pequeñas sombrecitas debajo de los ojos.

Así pasaron meses. En el trabajo intentaron echarla pero les fue imposible. Los sindicatos adujeron y con razón que el estado traslúcido no aparecía en el estatuto de los trabajadores como motivo de despido. Pero le obligaron a coger la baja por enfermedad, el doctor le dijo que aquella falta de coloración era un síntoma de mala salud.

Al cabo de un tiempo y como se aburría muchísimo en casa, ya que salía solo lo imprescindible para no tropezar, pidió el alta voluntaria y volvió al trabajo. A su jefa se le ocurrió que podía encargarse de colocar el almacén. Lo hizo muy bien, para eso no necesitaba ser vista y el que iba al almacén como sabía que estaba ella tenía mucho cuidado de no tropezar.

Pero un día llegó a trabajar un chico nuevo y se olvidaron de comentarle ese detalle. Bajó al almacén y claro se chocaron. Entonces el pudo distinguirla y la miró y como era guapo se puso colorada y como el también la vio bonita se besaron y entonces ella se puso muy muy colorada y a partir de ese momento María dejó de ser traslúcida para tomar un tono muy rojizo, como el de una langosta.

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Una historia muy vulgar y otras que no lo son tantoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora