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San Petersburgo, Rusia, cuatro años antes del inicio de esta historia

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San Petersburgo, Rusia, cuatro años antes del inicio de esta historia.

Había tres hombres en la entrada este de la residencia y otros dos a la altura del acceso de servicio junto a la sala de mando, era la última información a la que Aleksandr accedió antes de que Vladimir Novikov, pakhan de la Pauk, una de las más poderosas mafias de Rusia, ordenara bloquear sus accesos y le pusiese precio a su cabeza.

Todavía no podía creer que Svetlana estuviese muerta, que se suicidase. Ella era su esposa desde hacía casi cuatro años. Aleksandr la amaba y creía conocerla, pero nunca se percató de lo que en verdad le ocurría, algo llamado Trastorno depresivo perinatal, según le dijeron.

Era imperdonable que alguien como él no lo hubiese notado. Si al menos Novikov, su suegro además de su jefe, le hubiera permitido darle un último adiós a Svetlana, ver su cuerpo y besar su frente una vez más, pero el viejo se volvió loco ante el cadáver de su única hija flotando en sangre en la bañera de su propio cuarto de baño y, de inmediato, culpó a Aleksandr y dio orden de «asegurar» a Ludmila, su nieta, lo que no era otra cosa sino arrancársela a él, su padre, de los brazos, sin importar que este hubiese dedicado su vida a la Pauk y fuese el elemento más fiel e incondicional de su estructura, su propio subjefe y encargado de seguridad.

Era ya entrada la noche, el aire olía a muerte y hacía un clima gélido que helaba los huesos. Ludmila solo contaba con una cobija y el calor que el cuerpo de Aleksandr podía brindarle bajo su abrigo. No hubo tiempo para más, no si quería respetar el último deseo de Svetlana: que su hija creciera lejos de la Pauk y de Novikov.

Por qué su esposa había decidido ir a morir en el área de la residencia de uso exclusivo del pakhan, en la mismísima bañera del viejo, era un sinsentido al que Aleksandr no conseguía responder, y que seguiría dándole vueltas en la cabeza por mucho tiempo todavía.

Habían hablado del futuro apenas un día atrás. Svetlana quería irse, quería alejar a Ludmila de ese ambiente. Quiso hacerlo desde que se enteró de que esperaban una niña y, con lágrimas en los ojos, le rogó a Aleksandr que las sacase de ahí, que las llevase lejos, pero él se negó. No tenía opción, era más que riesgoso escapar de la Pauk, en especial con una pequeña de solo mes y medio. Y por qué lo haría, al fin y al cabo, si su posición era cada vez más ventajosa. Estaba claro que, una vez Novikov faltase, sería él quien quedaría a la cabeza de la organización.

¿Por qué querría escapar de todo eso con lo que siempre había soñado?

Como fuere, se sentía miserable. Estaba convencido de que, si hubiese escuchado el clamor de su esposa, quizá ella todavía estaría viva. Todo era su culpa y lo único que podía hacer ahora era honrar su memoria cumpliendo su último deseo.

Spokoynaya, serdtse, no tengas miedo, papochka te sacará de aquí —le susurró a su hija que, sujeta por el fular y ajena al infierno que los rodeaba, dormía placida contra su pecho tibio.

REDEMPTIO © (Pronto en Papel) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora