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Tras montarse en el coche, Belén se ajustó el cinturón, subió al máximo el volumen del reproductor y, frustrada, golpeó violenta el volante

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Tras montarse en el coche, Belén se ajustó el cinturón, subió al máximo el volumen del reproductor y, frustrada, golpeó violenta el volante. Mucho de lo que Alfonso decía era verdad, y era eso lo que más le dolía, pero no tenía idea de cómo arreglarlo; ella no era buena para los «asuntos emocionales».

Las calles estaban casi vacías y las pocas personas en ellas se apuraban a buscar refugio de la tormenta en sus casas.

«¡Maldito Alfonso!», pensó.

Odiaba conducir bajo la lluvia, en especial si esta azotaba con fuerza el parabrisas, hacía temblar el suelo con el estruendo de los truenos y doblaba las ramas de los árboles. El caos en el que estaba sumida la ciudad, debido a la furia de la naturaleza, parecía un pobre reflejo del torbellino que Belén llevaba siempre por dentro desde que perdió a su hermana. Así que, con un pie en el acelerador, y «Demons» de Imagine Dragons haciendo retumbar el coche, tentó a la muerte fantaseando con librarse del yugo de seguir siendo «la gemela viva».

Conforme avanzaba sin rumbo, insegura de querer ir a parar a un hotel, y convencida de que no acudiría a su madre, Belén recordó aquella tarde infernal en Medio Oriente cuando, estando sola, y con sus compañeros de misión caídos, quedó atrapada en una trinchera, oculta bajo sus cadáveres en territorio hostil.

Tal y como lo hacía ahora, tuvo entonces que tragarse el miedo para conseguir lo que, a ojos de todos, menos de su padre, fue considerado «una proeza», llegar sin ayuda hasta el punto de extracción, a través de un campo infestado de enemigos, y salvar así su miserable vida.

No. Aquello nunca se había sentido como «una proeza». Como una maldición quizá, porque un acto probo no podría despertar al monstruo que descubrió en ella esa tarde y que, a expensas de la penumbra, sigiloso como un depredador, no dudó en masacrar a cuanto enemigo se atravesó en su camino.

Podía sentir todavía el sabor de la sangre de ese primer novarense al que, en nombre de la supervivencia, y hasta el tope de adrenalina, asaltó por detrás, le tapó la boca para que no gritase y, con todas sus armas perdidas en batalla, le desgarró la garganta con los dientes para verlo morir desangrado después. El desgraciado no era más que un muchacho, igual que ella una jovencita entonces.

Bel ni siquiera estaba segura de cuántos cayeron por su mano ese día camino al punto de extracción. ¿Seis?, ¿diez? ¿Qué más daba? Contarlos no haría que sus muertes pesaran menos. Ni las suyas, ni las de sus compañeros de misión, ni las de los que vinieron después cuando, ya de vuelta en Nusquam, algún idiota poderoso pensó que la joven sargento Lombardo era una buena «máquina de guerra», la condecoró por su «hazaña» y, para que Nueva Roma pudiese darles buen uso a sus «atributos», decidió hacerla parte de las Fuerzas Especiales.

Y para qué, para que otros idiotas, ricos y poderosos, dispusiesen de los recursos de Medio Oriente, y se volviesen más idiotas, más ricos y más poderosos a costa de la sangre derramada, y de la consciencia de Belén.

REDEMPTIO © (Pronto en Papel) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora