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Era una fría madrugada de octubre. La niebla, espesa como un manto de tul, cubría el pequeño pueblo de Hillside Bell, ubicado en las afueras de Londres. 

Las viviendas aún permanecían oscuras y silenciosas, a excepción del área de la servidumbre donde, a las cinco de la mañana, comenzaban a organizarse las tareas de la jornada. La más apremiante, a esa hora, era la preparación de los desayunos: el de los domésticos, que les brindaría fuerzas suficientes para resistir hasta la hora del almuerzo, y el de los señores, que debía estar listo y dispuesto para el momento en que decidieran levantarse.

En el número veintiséis de Rose's Path, la cocinera, Hellen Boyle, intentó, sin éxito, ver el cielo a través de la ventana del pasillo que conectaba la cocina con las dependencias de servicio. La oscuridad le provocó un ligero estremecimiento. «Lloverá», pensó con el entrecejo fruncido. Giró hacia la escalera para llamar, a viva voz, a los rezagados que no salían de las habitaciones.

El mayordomo, Andrew Grubber, sentado muy recto frente a su taza de té, alzó una ceja reprobatoria ante el timbre agudo de la mujer y le solicitó, con su acostumbrada gentileza, que dejara de gritar «como un vendedor de cerillos».

La señora Boyle sonrió divertida y se puso a golpear la masa del pan sobre la mesa enharinada.

—¡Todo tiene un horario, señor Grubber —protestó—, y debe ser respetado! ¿Qué pasaría si yo me dedicara una mañana, ¡una sola!, a dormir media hora más? ¡Todo se retrasaría!

El aludido meneó la cabeza, conocía lo suficiente a la señora Boyle como para saber que, aunque su gesto resultara huraño, nunca se enojaba demasiado. Mordió la esquina de una tostada y observó a los chiquillos que comenzaban a ubicarse alrededor de la mesa, eran los mismos madrugadores de siempre: el lacayo, algunos criados y Dorothy, la doncella, a la que esperaban en el cuarto contiguo las enaguas y vestidos de su señora para coser y planchar.

Minutos después, el resto de la servidumbre apareció por la trascocina y ocuparon sus lugares mientras que los ya desayunados se aprestaron a iniciar sus rutinas.

—¿Lo ve, señora Boyle? —deslizó el mayordomo al ponerse de pie—. Ya estamos todos y apenas han pasado tres minutos de las cinco, debería ocupar sus cuerdas vocales en menesteres algo menos... ruidosos.

La cocinera abrió sus ojillos con expresión risueña.

El señor Grubber le dedicó una mirada mansa. Existía entre ellos una agradable camaradería forjada con los años de convivencia, gracias a los tranquilos temperamentos de cada uno. El mayordomo repasó con las manos su impecable vestimenta poniendo especial cuidado en que puños y cuello permanecieran rígidos. Una vez conforme, habló a sus subordinados:

—En cinco minutos los quiero a todos en sus puestos. —Bajó los ojos hasta la muchachita que recogía su cabello en lo alto de la cabeza y le señaló una cinta de dudoso color blanco que le colgaba de la boca—. Supongo que te las ingeniarás para que eso no se vea a simple vista en tu... peinado.

—¡No, señor Grubber, la cubriré con mi propio cabello y verá usted qué hermosa me veré! —aseguró la niña.

—¡Hermosa! A tu edad se es bonita, Emily, no hermosa. —¡Con qué gusto le hubiera tocado la punta de la nariz como cuando era pequeña, y regalado algunos dulces que acostumbraba a llevar en el bolsillo del chaleco! Pero la jovencita ya había cumplido sus trece años y no le resultaría agradable que se la tratase como a una criatura, por lo que decidió marcharse sin más prolegómeno, tenía mucho que hacer.

Al llegar al recibidor se encontró con Elinor Woods, el ama de llaves, severa y enjuta mujer de unos cincuenta años que lo miró de arriba abajo buscando algún desacierto en su vestimenta, al no encontrarlo, desvió la mirada hacia la ventana que daba al jardín y que aún mantenía las cortinas desplegadas.

La doncella que limpiaba los cristalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora