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El inspector Scubs y el sargento Flanagan se alojaron en la parte alta de la cantina del Sapo Karli, dos cuartos unidos por un estrecho pasillo que terminaba en la escalera que iba al salón, donde comían a gusto. Lilly, la esposa del Sapo, era la encargada de asear las habitaciones, tender las camas y cambiar las toallas y el agua de las jofainas. Scubs esperaba que pudieran quedarse bastante tiempo ya que se había enamorado de aquel pueblito con sus calles zigzagueantes, su bosquecillo tupido y sus pintorescos habitantes. Flanagan, en cambio, seguía prefiriendo el hollín, la mugre y la enormidad de Londres.

Las autopsias de la señora Woods y de Kathy, hechas en la ciudad, no revelaron nada nuevo. El forense le aseguró al sargento que la joven había luchado con su atacante; creía, por las lesiones de sus manos, que había intentado sujetar la cuerda para separarla de su garganta. Una reacción habitual en ese tipo de asesinatos, señaló. La señora Woods había muerto en el acto, el filo le había dañado el corazón.

—Es extraño que la otra doncella, la que dormía en el mismo cuarto, no haya escuchado nada —reflexionó el sargento al tiempo que pinchaba un trozo de carne.

—Tengo entendido —apuntó Scubs luego de beber un sorbo de sidra— que los sirvientes se acuestan demasiado cansados como para escuchar ruidos nocturnos; por lo general, duermen como troncos.

—Imagino que es así, inspector. —Flanagan levantó un hombro y siguió masticando el cordero que sabía delicioso. Intentó seguir hablando, pero tenía la boca demasiado llena.

Scubs lo notó y sonrió. Pinchó una patata.

—Sé lo que piensa, sargento —aseguró—. Que los policías también nos acostamos cansados y, sin embargo, despertamos de inmediato si hay algún ruido en los alrededores. —Flanagan asintió sin dejar de masticar—. Sucede que estamos en alerta permanente. Una criada, a menos que tenga algo que la preocupe sobremanera, duerme a pierna suelta con toda tranquilidad, ¿no le parece?

—Pues sí; supongo.

—De todos modos, habrá que investigar.

—¿Cómo? Mientras el señor Aldridge nos impida hablar con la servidumbre es imposible.

—Tengo mis métodos.

Scubs le contó en detalle su conversación con la señora Lee, estimando que otros vecinos harían lo mismo. A la gente le encantaba hablar de los otros, en particular de los Aldridge, la familia más adinerada del pueblo.

Flanagan le dio la razón.

Tras el almuerzo, Emily y Dorothy adecentaron el comedor y llevaron el servicio a la cocina donde la señora Boyle y Molly lo lavarían y ordenarían

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Tras el almuerzo, Emily y Dorothy adecentaron el comedor y llevaron el servicio a la cocina donde la señora Boyle y Molly lo lavarían y ordenarían. Repasaron la mesa y barrieron el piso. Los muchachos ayudaron a levantar las sillas y a correr la mesa para limpiar bajo la gran alfombra persa que Jennifer cepillaba cada día con fuerza.

Una vez cumplida la tarea, Emily se vio libre para ayudar a Silvie a escurrir la ropa; había que pasar cada tela por los rodillos y girar la manivela. Era una tarea ardua y pesada. Emily la ayudaba cada vez que podía; mientras, pensaba que sería bueno que los Aldridge contrataran una lavandera ¡ya que tanto querían convencer a los demás de que tenían dinero!

La doncella que limpiaba los cristalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora