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Durante el corto tiempo que duró el viaje, Scubs revisó la correspondencia recuperada del baúl de Dorothy Stuart. Eran cartas personales que hablaban de las plantas que cultivaba la señora Tyron, de la lluvia, del calor insoportable que solía hacer en agosto, y de la moda parisina que disminuía el volumen de los polisones aligerando el peso de los vestidos, pero que, según coincidían ambas, restaba algo de esa elegancia tan propia de las damas londinenses. Rosalyn Tyron tenía dos niños y, aunque le hubiese encantado tener también una niña, el doctor le había aconsejado no embarazarse de nuevo pues su cuerpo ya no se encontraba en condiciones, lo cual era motivo de angustia para la pobre mujer que, siendo aún joven, debía, ¡y por prescripción médica!, soportar que su esposo aliviara sus pasiones en otros sitios.

La sucesión de envíos era, aproximadamente, de una carta cada treinta o cuarenta días, aunque Scubs notó que ciertos períodos se extendían un poco más. Podría deberse a algún suceso que impidiera a Rosalyn escribir, o... —Sus ojos pensativos se fijaron, por un momento, en la ventana del tren—, tal vez faltaran cartas, tal vez faltaran aquellas que contenían algo realmente importante. Las revisaría mejor en cuanto dispusiera de tiempo. 

Ahora, si Dorothy Stuart no sabía leer, ¿para qué quería las cartas? ¿Cómo sabía lo que contenían? ¿Alguien se las leía? ¿Quién? Indudablemente sabía lo que decían o no habría acusado a Emily de habérselas robado.

¡Eso era! ¡Habían robado cartas! ¿El asesino, tal vez? ¿Por qué? ¿Qué cosa tan importante le contaba Rosalyn a su tía? O, caso contrario, ¿qué le contaría la señora Woods, a su sobrina, que justificase el robo y tres asesinatos?

Faltaba poco para llegar a Paddington, guardó meticulosamente la correspondencia en el bolsillo y tomó su pequeña maleta. Había dejado varias prendas en la taberna del Sapo puesto que pensaba regresar lo antes posible. Aunque tal vez no fuera tan mala idea permanecer unas horas en Londres y ordenar la cabeza. Podría intentar hablar con tío Jared, a ver qué tanto conocía a la familia de su futura esposa. Scubs sonrió. Le resultaba absurdo pensar en lord Cartwright casado con Amelia Aldridge. Una vez más extrañó al tío Augusto, él sabría aconsejarlo. Tal vez se hiciera tiempo para escribirle, a ver qué tal le iba en África con las piedras preciosas.

Lady Merritt estaba maravillada y feliz de recibir a Emily en su casa

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Lady Merritt estaba maravillada y feliz de recibir a Emily en su casa. Aquella misma mañana, Grubber había llegado hasta su puerta acompañado del vicario para pedirle que albergara a la niña al menos hasta que regresaran los Aldridge. Habían asesinado a otra doncella y querían protegerla, lo cual no hizo más que acrecentar la curiosidad de la dama. ¿Por qué proteger a ella en particular y no a las demás? ¿Era la única de la que no podían sospechar que fuera la asesina? ¿Por qué? Aunque la cabeza se le llenó de preguntas, aceptó encantada.

Y allí estaba la jovencita, alta y delgada como una espiga de trigo. Su cabello castaño, trenzado y envuelto alrededor de la coronilla, le daba un aspecto romántico y angelical. Sus brillantes ojos verdes mostraban una inteligencia alegre y desenfadada. El muchachito a su lado, en cambio, parecía asustado.

La doncella que limpiaba los cristalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora