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Scubs estaba maravillado. Más allá de las sórdidas circunstancias que lo habían llevado hasta aquel pueblecito, que de otro modo no hubiese conocido jamás, se sentía dichoso al contemplar las callejas empedradas con sus casas de jardines cuidados, sus aceras despejadas y algún que otro vendedor ambulante apostado en las esquinas. Todo el mundo se conocía; el cochero saludaba con una suave inclinación a cuantos se le cruzaban. Al repartidor de periódicos lo invitaban con bocadillos y té caliente. 

Hillside Bell difería, en todo, a Londres y las penurias urbanas con las que uno solía toparse a diario, excepto, claro, en los barrios altos donde todo era compuesto y ordenado, donde las miserias se escondían, se disfrazaban o simplemente, se ignoraban. Los pobres no se acercaban a las casas de lujo porque eran expulsados de inmediato por envarados cocheros o hieráticos mayordomos. O por la policía misma. A los grandes señores no se los molestaba.

Hillside Bell era pequeño. Su gente, apacible y trabajadora. Algunos ganaban más, otros menos, y había pobres también, por supuesto, pero no miseria. Y eso era lo que incitaba a Scubs a resolver el caso: impedir que la miseria se instalara en aquel precioso lugar. Ya no importaba que el jefe O'Neill o su padre se sintiesen orgullosos de él. Se trataba de lograr que aquella mínima porción de Inglaterra continuara siendo luminosa y pacífica. Adorable.

El carruaje rodeó el bosquecillo, giró a la derecha y dio con una hermosa vereda de piedras desde donde se apreciaba el estuario del Támesis, algo menos nauseabundo que en la ciudad. Scubs contuvo el aliento mientras la brisa helada le golpeaba la cara.

El coche se detuvo, una ráfaga de viento amenazó con quitar los sombreros de los dos policías. El cielo se había limpiado de nubes y el sol huía hacia occidente. Hacía más frío.

El inspector pagó al cochero y caminó hasta la puerta abierta de la vicaría, seguido de Flanagan. Entraron a una sala rectangular con piso de linóleo y paredes cubiertas de papel claro con diminutos ramilletes pintados. Los pocos muebles eran de madera oscura lustrada: un banco largo y recto, una mesa alargada, varias sillas con apoyabrazos. Una vitrina dejaba ver una vajilla de bordes azules y algunas estatuillas de loza.

—Buenas tardes. —Un hombre alto, vestido de negro y con alzacuello, sonreía mientras se acercaba—. Soy Jonathan Walton, el vicario.

Scubs le estrechó la mano.

—Soy el inspector Scubs. El sargento Flanagan.

—¿Policías? ¿Ha sucedido algo malo?

—Ha habido dos asesinatos en Aldridge House.

—¿¡Dos!? ¡Santo cielo! —Walton se apartó y les indicó que lo acompañaran a través de una angosta galería—. Estaba enterado de la muerte de la señora Woods, pero..., ¿alguien más? —Abrió una puerta de dos hojas e ingresaron a una sala de recepción.

—Esta madrugada han asesinado a Kathy Rhys, una de las doncellas.

—¡Oh, no! —Scubs juzgó sincera la pena en el rostro del vicario, que los invitó a sentarse en dos cómodos sillones y se ubicó en un tercero.

—¿La conocía? —preguntó el inspector.

—¡Claro que sí! Puedo jactarme de conocer a todos mis feligreses. Es un pueblo pequeño, ¿sabe? En su mayoría, creyentes que vienen los domingos a orar o a charlar. Algunos, además de cumplir con Dios, toman el encuentro como un evento social, necesitan desahogar tristezas, frustraciones. ¡Qué pena estas dos mujeres! ¿Puedo ayudar en algo? —Miró a uno y a otro alternativamente.

—En realidad... —comenzó Scubs, pero fue interrumpido por unos golpecitos en la puerta. El rostro huesudo de una mujer, no muy alta, asomó por ella.

La doncella que limpiaba los cristalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora