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En las cercanías de la casa de los Aldridge, el jefe Miller agitaba los brazos como si temiese que el carruaje que se aproximaba siguiera de largo. Los faldones del abrigo aleteaban con furia, igual que los bajos de sus pantalones. 

La delicada brisa con la que Scubs y Flanagan habían partido de Londres se había convertido, a medio camino, en un viento sibilante y helado. Sobre Hillside Bell el cielo se había vuelto plomizo y la paja, que Lucius colocara el día anterior, se esparcía desordenada por toda la calle y en los jardines vecinos. Solo los crespones negros colgados en las puertas de Aldridge House se mantenían en su sitio, recordando a todos que la muerte los había visitado.

Scubs bajó de un brinco antes de que el carruaje se detuviera totalmente.

—¡Ha sido la doncella! —exclamó Miller girando sobre sí para conducirlo al interior de la casa sin reparar en Flanagan, que se ocupó de despedir al agente Smith—. ¡La han estrangulado, es evidente! El doctor Stevens está con ella.

Entraron por la salita de los sirvientes, quienes se hallaban abrazados unos a otros con miradas asustadas y llorosas. Era indudable que esta muerte les afectaba mucho más que la de la señora Woods.

—¿Quién es la fallecida? —preguntó Scubs con una oleada de alivio al ver a Emily, a Dorothy y a Silvie.

—Katherine Rhys —contestó Miller—. Era la doncella de la señorita Amelia.

De forma instintiva la mirada de Scubs se desvió hacia Emily, que abrazaba a Silvie, deshecha en un llanto desconsolado. No alcanzó a dilucidar si se debía al cariño por la fallecida o al miedo por el nuevo crimen. Tal vez una mezcla de ambos. De lo que sí estaba seguro, era de que Emily quería hablarle, lo leyó en la desesperación de su mirada. En respuesta, le hizo saber, con un gesto, que la había comprendido y se dejó guiar por Miller escaleras abajo. Flanagan cerraba la marcha.

Atravesaron la cocina y el pasillo, a cuya izquierda se encontraba la sala de planchado. Junto a ella había un paso con una puerta y una ventana que daba al patio donde, seguramente, pensó Scubs, había estado Silvie destendiendo la ropa mientras alguien asesinaba a la señora Woods. Al frente se abría una puerta forrada con paño oscuro que comunicaba con las habitaciones. En la primera estaba Kathy Rhys, tendida en su propia cama, aún en camisón, la cofia de dormir tirada en el suelo. El doctor Stevens guardaba sus enseres en el maletín.

—Inspector —saludó éste en voz baja. Scubs atinó a asentir con la cabeza, tenía frío y estaba descompuesto; el día anterior, nada más, había hablado con la muchacha que yacía sin vida frente a él—. Hum, puedo afirmar, sin duda alguna, que fue estrangulada —dijo el médico—, me arriesgaría a decir que lo hicieron con... hum, una soga gruesa o con alguna tela enrollada. Mire. —Abrió con delicadeza el camisón dejando a la vista una línea amoratada en el cuello. En efecto, unas delgadas y blanquecinas bandas oblicuas, daban el efecto de la huella borroneada de una soga marina—. Diría que murió entre las... mmm, cuatro y cuatro y media de la mañana. Su compañera de cuarto —señaló el camastro contiguo—, dijo que... cuando intentó despertarla, a eso de las...hum..., antes de las cinco, estaba tibia. Para cuando llegué ya había comenzado el rigor.

—¿Quién era su compañera de habitación? —preguntó Scubs.

—Dorothy Stuart —respondió Miller, detrás suyo—. La interrogué, pero dice que no escuchó nada de nada. Se despertó como siempre, y al pensar que Kathy seguía durmiendo la llamó varias veces sin obtener respuesta. Finalmente fue a sacudirla; fue cuando se dio cuenta de que estaba muerta. ¡Imagínese! Empezó a los gritos, la pobre chica. —Miller se rascó la cabeza apesadumbrado.

Pero Scubs no estaba para compadecerse del policía que debió haber custodiado mejor la casa.

—¿Dónde estaban sus hombres? —inquirió—. ¡Tenía entendido que montarían guardia toda la noche!

La doncella que limpiaba los cristalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora