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—¡Ah, sargento! ¡Ha llegado, por fin! —señaló el jefe O'Neill, algo molesto—. Más vale que su inspector haya decidido quedarse en Hillside Bell por algo importante, de lo contrario...

—Han asesinado a otra muchacha, señor —interrumpió Flanagan cerrando la puerta tras de sí.

—¿Cómo dice? —Patidifuso, el jefe se dejó caer en el sillón de cuero indicándole con un gesto que se sentara también.

El sargento lo hizo.

—Otra doncella —explicó—. Estamos frente a un caso bastante enrevesado, señor. Da a pensar que, tal vez, Kathy, la muerta anterior, fuera asesinada por error, ya que ella y Dorothy Stuart, la que han matado ahora, compartían cuarto. Tal vez la intención era asesinar a Dorothy después de todo.

—¿Han hallado algún indicio para pensarlo así?

—Bueno, verá, el caso se estaba encaminando hacia el sitio correcto, íbamos a encuestar a la muchacha y, ¡zaz!, la matan. —En realidad no tenía idea si alguna vez se habían encaminado hacia el sitio correcto, pero no le diría tal cosa al superintendente.

—Entiendo, entiendo —murmuró éste, pensativo—. Bien, de todos modos, Scubs va a tener que dejárselo a la policía local porque lo necesitamos acá. También suceden ilícitos en Londres, ¿sabe usted? No podemos permitirnos ocupar un inspector de nuestra policía en otro condado, con un asesino de sirvientas, cuando hay gente de buena cuna que está siendo amenazada, ¿no le parece?

Era una pregunta retórica, O'Neill no esperaba que Flanagan respondiera. Buscaba algo entre sus papeles, por eso ni siquiera lo miró, si lo hubiera hecho, habría notado que el sargento se mostraba en total desacuerdo.

Para Flanagan —y para Scubs—, el asesinato de cualquier persona siempre era más importante que unas meras amenazas anónimas, fuese en el condado que fuese y tuviera, la víctima, la ocupación que tuviera. Y estaba convencido de que el jefe O'Neill pensaba igual, pero su puesto le obligaba a cumplir con los mandatos sociales.

—Acá está —declaró el superior extendiendo una hoja—. Momentos antes de que usted entrara, vino a verme lord Riderbown, intentan chantajearlo por alguna torpeza del pasado, ¿puede creerlo? Es importante mantener al margen a su esposa, la pobre chica ha sufrido bastante últimamente. Hasta que llegue Scubs, haga lo que pueda, ¿de acuerdo? Ahí tiene los datos de adónde verá a lord Riderbown para no molestarle en su casa; como dije, su esposa está delicada. Más que nada en su estado de ánimo —aclaró en tono bajo. O'Neill se puso de pie y Flanagan hizo lo mismo, con el papel en la mano—. Todos los días, a partir de mañana —continuó el jefe—, lord Riderbown estará en Hayde Park a las tres, llevará un sombrero de copa con cinta burdeos para que lo identifique. Es un muchacho bastante atractivo, muy rubio y de unos treinta y cinco años. Lo encontrará enseguida. Él le explicará los detalles. Ah, ésta es la última nota que le enviaron. —Le alcanzó otro papel—. La anterior la tiró.

—¿¡La tiró!?

—Pensó que era una broma —justificó O'Neill—, imaginará que lord Riderbown no tiene nada que esconder, las pequeñas torpezas que haya cometido en el pasado son, ni más ni menos, que las mismas que hemos cometido todos. Cosas que deben quedar en la intimidad; que el resto del mundo se entere no hace más que traer problemas.

Flanagan se retiró presuroso preguntándose cómo irían las cosas por Hillside Bell. Le hubiera gustado quedarse allá y proteger a las muchachas de algún modo. Era ridículo que se lo enviase a investigar anónimos de un chantajista. Estaba harto de los señorones de la alta sociedad encubriendo sus pecados a capa y espada, haciendo lo que fuera para evitar que su esposa, sus hijos y, sobre todo, sus pares, se enterasen y los apartaran como a leprosos. ¡Idiotas! Los «pecados» eran siempre los mismos: una amante, una doncella bonita que les permitió deslizarse en su cuarto, un hijo ilegítimo... Pero claro, tal como lo expresó el jefe O'Neill, una cosa era que todos lo hicieran y solaparan, y otra, muy distinta, que la noticia se extendiese en forma de chismorreo y llegara a las damas o a los comerciantes, que también conocían esos secretos y los aceptaban, por supuesto, pero que no debían decirse en voz alta.

La doncella que limpiaba los cristalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora