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El miércoles veintisiete de octubre se realizaron los funerales. Fue un día triste para la servidumbre de la casa Aldridge. 

La sobrina de la señora Woods escribió una carta agradeciendo el envío de las pertenencias de su tía y el hecho de que la hubieran acogido de tan buen grado todos aquellos años. Según relataba la mujer, su tía había sido muy feliz trabajando en Aldridge House, lo cual dejó asombrado al servicio, puesto que ninguno consideraba que la señora Woods se hubiera visto feliz alguna vez. 

La carta iba dirigida, por supuesto, a los señores de la casa, pero se les permitió conocer su contenido. Grubber estuvo a cargo de su lectura. Emily escuchó con atención y, con gran disimulo, puso atención en el sello del correo. Provenía de Yorkshire. ¿Así es que allí vivía la sobrina de la señora Woods? Su nombre era Rosalyn Tyron.  No tenía idea si tal información sería de utilidad al inspector Scubs, pero estaba convencida de que debía contárselo. Si los Aldridge no permitían a la policía interrogar a los criados, ella se las ingeniaría para prestar ayuda.

Le dio tristeza que nadie haya escrito una carta recordando a Kathy; de hecho, hasta sospechaba que a los señores les importaba poco su muerte, hablaban solo de la señora Woods. Excepto la señorita Amelia que, de tan triste, decidió pasar unos días en casa de su hermana, Constance. Los señores y el señorito Arthur permanecían indiferentes, hasta parecían contentos, haciendo planes como si nada. En los bajos de la casa, en cambio, se lamentaba mucho más la muerte de la doncella.

De todos modos, los Aldridge debían brindar un buen funeral a sus sirvientas o las habladurías los condenarían. Aunque los cajones fueron sencillos —los de caoba se reservaban para los señores—, fueron transportado en carrozas diferentes, con caballos negros, correas abrillantadas y campanillas amarradas para evitar que sonaran. Los cocheros y el señor Levington vistieron librea y sombrero de copa. Este último condujo el carruaje familiar. Todo el servicio caminó detrás en un silencio absoluto. 

El día se presentó radiante y frío. El pueblo entero presenció el cortejo y muchos se unieron hasta la entrada al pequeño cementerio de la vicaría. Emily caminó del brazo de Silvie a su derecha y Jennifer Otto a su izquierda. Las tres lucían sus vestidos de trabajo, abrigos azules y botas negras. No llevaban cofias porque eran blancas, Jennifer se colocó una mantilla negra en la cabeza. Emily juzgó que le quedaba muy bonita y resaltaba su pálida piel; sentía gran cariño por la fregona.

De regreso, y con la familia camino a Londres, el señor Grubber les permitió la tarde libre. Silvie propuso charlar en la galería, pero, en vista de que su cumpleaños se acercaba más a prisa de lo que le hubiera gustado, Emily declinó para tener tiempo a solas y tejer la bufanda. El señor Grubber le había conseguido unos hermosos restos de lanas de colores brillantes que, en su momento, la habían entusiasmado por ver como los combinaría. Ahora no le importaba demasiado, se sentía triste. Necesitaba un rato para ella; de paso, comenzaría la labor.

Una vez en su cuarto, tomó las agujas y decidió iniciar con una lana verde, que era la más abundante, la utilizaría para el comienzo y para el final y, en medio, colocaría los otros tonos. Cargó los puntos y se sentó en un cojín junto a la ventanita que daba al patio bajo. Ya no daría el sol, pero, por un rato, tendría luz. Mientras tejía, reflexionaría acerca de qué le contaría al inspector Scubs. Le gustaba la palabra «reflexionar» y su significado, hacía poco que la había aprendido. El señor Grubber le había explicado lo importante que era reflexionar. Contó los puntos, consideró que eran suficientes así que se dispuso a completar la primera carrera, que le resultaba la más trabajosa. 

Un pajarillo canturreó cerca, trayéndole el recuerdo de Kathy. Cada vez que cosía o planchaba la ropa de la señorita Amelia, entonaba una canción muy pegadiza. Pensó en acercarse a la ventana para confirmar que era un jilguero, pero temió que se le escaparan los puntos. La ventana devolvió a su memoria las marcas halladas por el sargento Flanagan, las que parecían de una escalera, bajo el cuarto de la señora Clemont; cuarto que ahora compartía con Dorothy, ya que ésta se había negado a continuar en la habitación que había ocupado con Kathy. A la señora Clemont no le había hecho ninguna gracia, pero no tuvo más remedio que aceptar con la secreta esperanza de que la ascendieran a ama de llaves y le dieran el cuarto de la señora Woods, en el piso de los señores.

La doncella que limpiaba los cristalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora