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La entrevista a Amelia se realizó en la sala de visitas del primer piso donde, usualmente, ella y su madre recibían a sus amigas. La joven se encontraba visiblemente consternada por la muerte de la doncella. Llevaba un delicado vestido violeta oscuro con polisón y detalles en seda. El cuello, abotonado hasta el mentón, aportaba una rigidez acorde con su estado anímico. Scubs la encontró más encantadora que el día anterior pese a lo enrojecido de sus ojos claros. Su cabello rubio iba peinado hacia atrás en un moño tirante. 

Amelia lo invitó a sentarse, luego le refirió que la última vez que vio a Kathy fue antes de acostarse, cuando la doncella la ayudó a desvestirse y colocarse el camisón. Después le había cepillado el cabello. Kathy era una excelente compañera. Recién llegada a la finca, era todo risas cuando estaban juntas, con el tiempo se había tornado malhumorada y refunfuñona. De todos modos, seguía siendo generosa, la quería muchísimo y confiaba en ella.

El inspector le hizo dos o tres preguntas más y la dejó que llevara su pérdida lo mejor posible. No quería continuar importunándola.

Al salir de la salita se encontró con Timothy Aldridge, que esbozó una sonrisa algo forzada al verlo, mientras se frotaba las manos con nerviosismo.

—¡Oh, inspector! Lo... lo estaba buscando —balbuceó—. Ya ha hablado con todos, ¿verdad?

Lo tomó del brazo con suavidad y lo condujo escaleras abajo.

—Sí —contestó él, dejándose guiar con cierta sorpresa—, he hablado con todos los miembros de su familia. Ahora me gustaría interrogar al servicio con mayor detenimiento.

—Verá, Scubs, estamos muy conmocionados por lo sucedido; los sirvientes sobre todo, ya sabe cómo son. —Habían llegado a la planta baja y Aldridge lo precedió camino a la salida—. La servidumbre se asusta con estas cosas. ¡Temen! No queremos importunarlos más. Mi esposa y yo preferimos que usted y sus hombres se marchen; si necesitan que alguno de nosotros les relate algo más, acudiremos con gusto a la comisaría.

El mayordomo se había acercado con el abrigo y el sombrero de Scubs. Aldridge le tendió la mano. El policía lo miró a los ojos unos segundos y luego la estrechó. Era increíble que no le permitiera investigar.

—Entiendo, entonces, que no desea descubrir quién asesinó a su ama de llaves y a la doncella —expresó en voz alta y clara al tiempo que recibía su sombrero y su abrigo.

—¡Oh, no! ¡No diga eso, inspector! ¡Por supuesto que colaboraremos cuanto sea posible para ver colgado al culpable! Pero, créame, no lo encontrará en esta casa. Búsquelo en los suburbios, en los barrios bajos, donde están los ladrones y los asesinos. Nuestro único deseo ahora es acabar de una vez nuestro luto y continuar la rutina diaria. Buenos días, inspector.

Scubs no atinó a responder. Aldridge giró sobre sí mismo y se alejó. Grubber le abrió la puerta sin quitarle los ojos de encima. Ojos que se desviaron discretamente, por un segundo, hacia su costado izquierdo y lo despidió con una suave inclinación.

Flanagan, McAvor y Hayden lo esperaban en la acera.

—¿¡Qué ha sido esto!? —exclamó Scubs, poniéndose el sobretodo.

—No quieren que sigamos investigando —señaló Hayden levantando el cuello de su gabán. El viento soplaba con furia, unos enormes gotones comenzaban a caer con fuerza—. Lo de siempre, a nadie le gusta tener a la policía en casa.

—¿Averiguó algo? —preguntó el inspector a Flanagan.

—Ninguna puerta ni ventana forzada. Sólo unas marcas bajo las ventanas que dan a los cuartos de la señora Clemont en el subsuelo, y al del señor Levingston en la planta baja. Arriba hay un balconcillo y me pareció ver otra ventana, aún más arriba, una pequeña.

La doncella que limpiaba los cristalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora