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La cena y sus preparativos contaba entre los momentos favoritos del personal. A pesar del cansancio acumulado, era entonces cuando podían conversar con los amigos, reír e incluso, en ocasiones, tomarse un pequeño descanso. Cuando uno de ellos se encontraba demasiado exhausto, o indispuesto, los otros se ocupaban de hacer su parte del trabajo. Entre todos ponían la mesa o acercaban los bancos. Ayudaban, en fin, a Molly y a la señora Boyle a servir la cena.

En aquella oportunidad, quien se mostraba derrotada era Kathy. Se hallaba sentada al extremo de la mesa con los antebrazos tensos y los puños apretados, daba la sensación de que había llorado todo el día. Emily, que ponía los platos, la observaba. Le hubiera gustado ayudarla ya que sentía gran aprecio por ella, pero al no tener idea de cómo hacerlo, prefirió no entrometerse y continuar con sus tareas.

—Espero que el señor Scubs y el señor Flanagan hayan llegado a sus casas antes de que comenzara la lluvia —le susurró a su amiga, Silvie, mientras acomodaba con cuidado un plato sobre la mesa. La casa estaba de luto, por lo que no se les permitía hablar alto ni hacer demasiado ruido.

Silvie iba detrás dejando los cubiertos. Era una chiquilla apenas mayor que ella, algo más baja, con la cara pecosa, cabellos rojizos e inquietos ojos oscuros.

—¡Me asusté mucho cuando me interrogó ese policía! —señaló—. ¿Tú no?

—Estaba un poquitín nerviosa, es cierto, pero no asustada. Me cayó muy bien el señor Scubs.

—¡Oh, sí! ¡Es muy apuesto! —murmuró Silvie acercándosele al oído. Emily abrió los ojos y la boca en un gesto divertido y la otra ahogó una risita. Pero enseguida apretaron los labios recomponiendo una actitud mesurada. Les estaba vedada la alegría durante aquella jornada de luto que, probablemente, se extendería toda la semana, lo cual les resultaba muy inconveniente ya que las tres juntas, Molly incluida, solían reírse mucho de sus propias ocurrencias. Emily juzgó que, pese a no querer demasiado a la señora Woods, merecía que se respetase su memoria. Silvie estuvo de acuerdo.

Hacia un lado, junto al poste de arranque de la escalera, estaban los muchachos.

—¡La señora Boyle debería servir ya la comida! —se quejó Lucius, el menor de los criados, rascándose la cabeza desde el primer escalón donde se hallaba sentado.

—¿Tienes hambre? —preguntó Peter Breely, el lacayo—. Yo aún puedo esperar, he merendado...

—¡He estado toda la tarde colocando paja en la calle! —masculló Lucius—. ¡No sé para qué! ¡La señora Woods era solo el ama de llaves y no pasan tantos carros por acá!

En días de luto se cubría con paja la calle frente a la casa del muerto para que los cascos de los caballos no perturbaran la tranquilidad de los dolientes.

Mathew Farrow se inclinó para no tener que levantar la voz.

—Ya sabes cómo es —dijo—, a los Aldridge les gusta sentirse más de lo que son, hacen todo lo que ven hacer a los aristócratas. —Sonrió, mirando al lacayo.

—Es verdad —confirmó éste devolviéndole la sonrisa.

—Verán que nadie reemplazará a la señora Woods —continuó Mathew—, dirán que la querían demasiado como para que venga otra cualquiera en su lugar. Pero la verdad es que cuantos menos seamos, menos salario tendrán que pagar, ¿entienden? Solo cuando, en algún momento se avergüencen frente a sus amistades por no tener ama de llaves, se ocuparán de traer a otra.

—O ascenderán a una de ellas —apostilló Peter Breely señalando al grupo de las tres doncellas en la cabecera de la mesa.

—¡Eso no es cierto! —susurró Lucius ofuscado—. ¡Si quisieran ahorrarse salarios, no habrían permitido a Dorothy quedarse cuando lady Constance se casó! ¡La habrían despedido!

La doncella que limpiaba los cristalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora