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Rose's Path era una calle un tanto compleja de seguir. Nacía detrás de la comisaría y la rodeaba por el lado izquierdo hacia el sur, siguiendo el estuario, luego bordeaba un claro y llegaba hasta el terreno, colindante con la vicaría, que hacía las veces de cementerio. Algo más allá cortaba la calle de la posada en donde habían almorzado: Cotton Street, y luego doblaba hacia el oeste en una serie de curvas desordenadas. Por eso, si uno no conocía bien el pueblo —o no tenía un plano—, podía encontrarse con Rose' Path en distintos lugares sin hallar la dirección buscada, razón por la cual, pese a estar muy cerca de la vivienda de la señora Lee, Hayden lo acompañó hasta la puerta.

La casa era más pequeña que la de los Aldridge y, lo asombroso, era que aunque se situaba prácticamente enfrente, desde la puerta principal no se veía Aldridge House gracias a una curva de la calle. Curiosidades de Hillside Bell.

El inspector se despidió del agente y avanzó por el coqueto sendero de piedras que dividía el jardín. Hizo sonar la aldaba y se apartó para contemplar la vivienda. Era bonita, de dos plantas como casi todas las casas del pueblo. Una doncella, no muy joven, perfectamente peinada y con uniforme impecable, abrió la puerta.

—Buenas tardes, caballero.

Scubs levantó el sombrero y, gentilmente inclinó la cabeza, arqueando los labios.

—Buenas tardes, señora. Soy Jeremy Scubs y me gustaría entrevistarme con la señora Lee. Es por un asunto de suma importancia. —Mientras decía esto, se acomodaba de nuevo el sombrero y sacaba, del bolsillo interno de la chaqueta, una tarjeta que colocó en la bandeja de plata que la mujer sostenía, allí figuraban su nombre y apellido aunque no su profesión; todavía no había enviado a hacer las nuevas.

—Si quiere pasar y esperar —dijo la doncella entornando los ojos—, veré si la señora Lee está en la casa.

Scubs agradeció y entró. Lo de ir a ver si la señora se encontraba en la casa era una mera formalidad, por supuesto que sabía si estaba o no, pero era una forma sutil de verificar si la dama en cuestión quería, o no, recibirlo.

La sala no era muy grande, el piso estaba cubierto por una gran alfombra central en colores terrosos sobre la que asentaban tres sillones forrados en terciopelo verde con antimacasares inmaculados. A un costado, una mesita alta de tres patas onduladas sostenía un magnífico potiche de porcelana azul con arabescos dorados y blancos.

Lo que más le gustó a Scubs, fue la araña que pendía del techo, de hierro, con decenas de cristales cuya misión era refractar la luz de unas veinte velas colocadas en diminutos portantes distribuidos en cinco brazos asimétricos. Aunque la juzgó excesiva para el tamaño de la habitación, imaginó que daría una magnífica iluminación.

Estaba contemplándola cuando la puerta volvió a abrirse.

—La señora Lee lo recibirá, caballero, si es tan amable de acompañarme. —Scubs asintió y siguió a la doncella hasta otra sala más o menos del mismo tamaño. La mujer se llevó el abrigo y el sombrero, y cerró la puerta al salir.

—Buenas tardes, señor Scubs —dijo la dama, se hallaba de pie junto a un ventanal por el que entraba una buena porción de luz. Su voz era aguda sin llegar a chillona. Tenía el cabello gris, sostenido en lo alto de la cabeza por un moño ajustado. Las líneas del semblante acusaban unos sesenta o setenta años. Era apenas gruesa y lucía un sencillo vestido color morado. Scubs no entendía mucho de moda, pero, en su opinión, le sentaba muy bien.

—Encantado de conocerla, señora Lee —repuso acercándose a ella. Los ojillos redondos de la anciana eran brillantes y claros. Sus labios, muy finos, sonrieron. Era mucho más baja que Scubs. Tenía facciones suaves y delicadas.

La doncella que limpiaba los cristalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora