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Luego de hablar con lord Cartwright, Scubs se dirigió a la estación y tomó el tren a Dover que hacía escala en Hillside Bell, allí se apeó. Llevaba consigo unas empanadas de carne que adquirió en un puesto callejero, tal vez el último que quedaba abierto, dado lo tarde que era. Miró a un lado y al otro deseando encontrar al muchachito que rondaba la estación para convidarle antes de que terminaran de enfriarse, pero claro, a las tres de la madrugada, el pobre niño estaría durmiendo. Lo imaginó en cualquier rincón, a la intemperie. ¿Tendría familia? ¿Lo vería una próxima vez?

Con estos pensamientos llegó a la taberna del Sapo Karli que estaba cerrada, como era de suponer. De todos modos, hizo sonar la aldaba en la puerta de servicio. El mismísimo Sapo, con cara de pocos amigos y batín descolorido, le abrió.

—¡Inspector! ¿Ha sucedido algo?

—No lo sé. Por lo pronto, necesito descansar un rato, le ruego me disculpe por venir tan tarde. Buenas noches, señor Sapo.

El hombre se rascó la barbilla.

—Le diré a Lilly que le suba un bocadillo.

—¡Oh, no! No la moleste, por favor. Traigo mi cena.

Y dicho esto, subió corriendo las escaleras. Lamentaba de verdad molestar a esas horas, pero no habría podido quedarse en Londres. Debía hablar con Grubber y los Boyle. Intuía que la resolución del caso estaba cerca y, que el mayordomo, la cocinera y el jardinero, sabían mucho más de lo que decían; necesitaba averiguarlo sin más dilación.

Comió la empanadas apurado, nervioso. Aunque sabía que no podría dormir, se tendió para descansar su agarrotado cuerpo.

Ni arrebujándose bajo las mantas, lograba Emily quitarse el frío que había tomado yendo y viniendo de la casa Aldridge, sumando nervios, miedo y excitación por hacer algo prohibido, pero que podía ayudar a resolver los crímenes de sus amigas y la ...

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Ni arrebujándose bajo las mantas, lograba Emily quitarse el frío que había tomado yendo y viniendo de la casa Aldridge, sumando nervios, miedo y excitación por hacer algo prohibido, pero que podía ayudar a resolver los crímenes de sus amigas y la señora Woods. 

¿Estaría bien, Lucius? ¿Lo habría descubierto alguien? ¿Estaría ya arropado en la cama, como ella? Se le estrujó el corazón al recordar los duros camastros en los que dormía el servicio. ¡Y las habitaciones, tan heladas! ¡Lucius estaría aterido, pobrecillo! Y ella ahí, con cojines forrados en seda, mantas de lana, calentita, en una cama tan mullida como las de los señores. Ojalá un día les cambiara la suerte. Era difícil, pero no imposible. Había leído historias en donde el esfuerzo traía bonitas recompensas. Tal vez fuera cierto y les tocara.

Se asomó a la oscuridad por encima de la manta. ¡Qué hermoso sería escribir una historia con todo lo ocurrido! ¡Y otras, inventadas, como lo hacía el señor Dickens! Imaginación no le faltaba. De todos modos, en aquellos momentos no dejaba de pensar en la realidad: las cartas en la habitación del señor Phelps.

La tentación por leerlas era enorme, aunque juzgaba que no debía hacerlo, tal vez fuera más peligroso traicionar a la señora Woods de muerta que si estuviese viva. Debía entregar las cartas a la policía. ¿Y de dónde diría que las había sacado? No podía contar que se había escapado en mitad de la noche, entrado a hurtadillas en Aldridge House y revisado las pertenencias del señor Phelps. ¡Y hasta forzado la cerradura de su baúl!

La doncella que limpiaba los cristalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora