—Este hombre no tiene ni puta idea de llevar un negocio —gruñó Jeongguk, mientras Capper iba zumbando por el carril de adelantamiento del peaje de la York Road en dirección este para coger la autopista Eisenhower—. Ninguno de sus números da línea. Tendremos que encontrarlo.
—Por mí está bien —dijo Capper—. Tengo un montón de tiempo de aquí a mi cita de esta noche.
Jeongguk llamó a su despacho, consiguió la dirección de YoonGi y cuarenta y cinco minutos más tarde se detenían delante de una casita como de mona de Pascua pintada de azul y lavanda, encajonada entre dos casas de aspecto muy caro.
—Parece el nidito de amor de la pequeña Bo Peep —dijo mientras Capper subía el coche a la acera.
—La puerta principal está abierta, así que está en casa. —Capper examinó la construcción—. Voy a acercarme a Earwax a pillar un poco de café mientras tú te peleas con él. ¿Quieres que te traiga algo de vuelta?
Jeongguk sacudió la cabeza. Earwax era una cafetería enrollada de la avenida Milwaukee que se había convertido en toda una institución en Wicker Park. Capper, con su cabeza rapada y sus tatuajes, encajaba allí perfectamente, aunque lo mismo podía decirse de cualquiera. Capper se fue con el coche y Jeongguk cruzó la vieja verja de forja que daba paso a una extensión de césped, tamaño felpudo, cubierta de pendejuelo recién cortado. Oyó la voz de YoonGi antes incluso de llegar a la puerta.
—Estoy haciendo todo lo que puedo, señor Bulnes.
—Esta última era demasiado vieja —replicó una voz cascada.
—Es casi diez años más joven que usted.
—Setenta y un años. Demasiado vieja.
Jeongguk se detuvo en el umbral de la puerta abierta y vio a YoonGi de pie en mitad de una habitación alegre, azul y amarilla, que parecía hacer las veces de zona de recepción. Llevaba encima una camiseta blanca corta, un par de vaqueros a la altura de las caderas y chancletas arco iris. Se había recogido el pelo encima de la cabeza en una coletita rizada semejante al chorro de una ballena que la hacía parecerse a Pebbles Picapiedra, sólo que con mejor cuerpo.
Un viejo calvo con cejas muy pobladas lo miraba enojado.
—Te dije que quería una dama sobre los treinta.
—Señor Bulnes, la mayoría de las mujeres en la treintena buscan un hombre de edad algo más cercana a la suya.
—Eso demuestra lo poco que sabes. A las mujeres les gustan los hombres mayores. Saben que es ahí donde está el dinero.
Jeongguk sonrió: era la primera vez que disfrutaba en todo el día. En cuanto cruzó el umbral, YoonGi reparó en él. Sus ojos color miel se agrandaron como si un dinosaurio enorme y malo hubiera asomado por la puerta de la cueva de los Picapiedra.
—¿Jeongguk? ¿Qué está haciendo aquí?
—Al parecer, no responde usted al teléfono.
—Ahora tratas de evitarme —intervino el viejo.
El peinado en chorro de ballena de YoonGi se agitó de indignación.
—No intentaba evitarle. Mire, señor Bulnes, tengo que hablar con el señor Jeon. Usted y yo podemos discutir esto en otro momento.
—No, de eso nada. —El señor Bulnes cruzó los brazos sobre el pecho—. Lo que intentas es librarte de ese contrato escabulléndote como una comadreja.Jeongguk hizo un gesto complaciente con la mano abierta.
—No se molesten por mí. Me quedaré aquí mirando.
YoonGi le dirigió una mirada de exasperación. Él borró la sonrisa de su rostro y se situó más cerca del sofá, lo que le daba una mejor visión de la blanca camiseta ajustada. Su mirada se deslizó por aquel par de estilizadas piernas hasta llegar a sus pies y finalmente a los dedos de sus pies, que tenían las uñas pintadas de morado con topitos blancos. Pebbles tenía su particular sentido de la elegancia.
YoonGi volvió a ocuparse de su anciano visitante.
—No me escabullo —dijo, airado—. Sucede que la señora Hawke es una mujer hermosa, y usted y ella tienen mucho en común.
—Es demasiado vieja —volvió a la carga el hombre—. Garantía de satisfacción, ¿recuerdas? Eso es lo que decía el contrato, y mi sobrino es abogado.
—Como ya me ha dicho alguna vez.
—Y muy bueno. Estudió Derecho en una universidad de las mejores.
El destello acerado que asomó a los ojos de YoonGi no auguraba nada bueno para el pobre señor Bulnes.
—¿Tan buena como Harvard? —dijo en tono triunfal—. Porque allí es donde estudió el señor Jeon, y —clavó la mirada en él— resulta que él es mi abogado.