Jimin apretó la tecla Entrer de su ordenador del despacho para reagrupar la base de datos. Esta vez había efectuado la búsqueda por el color de pelo, lo que era bastante estúpido, puesto que el color del pelo podía cambiar de una semana para otra, pero tenía que haber alguien en su base de datos que se le hubiese pasado por alto, uno que fuera perfecto para Jeongguk, y ella seguía imaginándose un rubio. Torció el gesto ante la agresiva estridencia de una sierra eléctrica que quebró la apacible tarde de domingo. Unos trabajadores no sindicados estaban reformando la oficina del piso de arriba, y su intrusión acabó de desquiciarle los nervios.
Jeongguk se había ido a pasar el fin de semana con YoonGi Min. Jimin se enteró por su recepcionista, una mujer con la que había hecho amistad unos meses antes, con asientos de primera fila para un concierto de Shania Twain. Jimin no acababa aún de creérselo. Era ella la que se iba de fin de semana con clientes importantes: de excursión a Las Vegas, a esquiar a Wisconsin, a pasar lánguidas tardes a esta o aquella playa. Había asistido a despedidas de soltera y celebraciones de nacimiento, a bar mitzvahs y fiestas de cumpleaños, incluso a funerales. Su lista de felicitaciones navideñas incluía más de quinientos nombres. Y, sin embargo, era YoonGi Min el que había pasado el fin de semana con Jeongguk Jeon.
La sierra eléctrica emitió otro chirrido estruendoso. Ella no solía acudir al despacho los domingos por la tarde, pero hoy se encontraba más inquieta de lo habitual. Había empezado el día yendo a misa en Winnetka. De pequeña, odiaba asistir a la iglesia, y a los veinte años dejó de hacerlo por completo. Pero había empezado a ir otra vez unos cinco años atrás. Al principio se trataba de una táctica de negocios, otra manera de establecer contactos convenientes. Se fijó como objetivos cuatro iglesias católicas de clase alta y las visitaba por turno: dos en la Costa Norte, una en Lincoln Park y otra cerca de la Costa Dorada. Sin embargo, al cabo del tiempo empezó esperar con impaciencia los oficios por motivos que no tenían nada que ver con el negocio, y todo que ver, en cambio, con la forma en que se deshacían los nudos en su interior a medida que se sumergía en las familiares palabras de la liturgia. Seguía alternando entre iglesias —¿no dicen que Dios ayuda al que se ayuda? —, pero ahora dedicaba sus domingos no tanto a los negocios como a la búsqueda de la paz. Hoy no había podido ser, sin embargo. Hoy, la serenidad que tan desesperadamente necesitaba la había eludido.
Después de misa había quedado para tomar café con unos conocidos, amigos de prominente posición social de su breve matrimonio. ¿Cómo reaccionarían si les presentara a Capper? Sólo de pensarlo, se le agravaba el dolor de cabeza. Capper ocupaba un compartimento secreto en su vida, una cámara sórdida y perversa en la que no podía dejar que nadie metiera la nariz. Aquella semana le había dejado dos mensajes en el contestador, pero ella no había respondido a ninguno, no hasta ese mismo día. Hacía una hora que había sucumbido a la tentación y marcado su número, pero colgó antes de que él respondiese. Si pudiera dormir una noche de un tirón, dejaría de estar obsesionada con él. Puede que fuera capaz incluso de dejar de preocuparse tanto por Jeongguk y torturarse con la idea de que su negocio se venía abajo.
Volvió a zumbar la sierra eléctrica, taladrándole las sienes. Antes de su matrimonio, había tenido sus líos. Más de uno le deparó infelicidad, pero ninguno la condujo a degradarse. Que era lo que le había hecho Capper la semana pasada. La había degradado. Y ella se lo había permitido.Porque no había sentido que estuviera degradándose, eso era lo que no conseguía entender. Por eso su insomnio se estaba haciendo incontrolable, por eso había sido incapaz de abstraerse durante la misa, y por eso se había olvidado de pasar el condenado peso la semana pasada. Porque lo que él le hizo le pareció casi tierno.
Ante sus ojos bailaban las columnas en la pantalla del ordenador, y un estrépito de martillazos sustituyó el sonido de la sierra eléctrica. Tenía que salir de allí. Si todavía ejerciera de madrina, podría haberse reunido con alguna de las mujeres. Tal vez hiciera una parada en el club de salud, o llamara a Betsy Waits a ver si le apetecía quedar para cenar. Pero no hizo lo uno ni lo otro, sino que fue a concentrarse en los datos del monitor. Tenía que demostrarse a sí misma que todavía era la mejor, y la única forma de hacerlo era encontrarle pareja a Jeongguk.
Los martillazos dieron paso a una serie de golpes, pero no fue hasta que se hicieron más fuertes e insistentes que se dio cuenta de que no procedían del piso de arriba. Dejó su escritorio y acudió al recibidor. Aún llevaba la chaquetilla color blanco roto de Burberry's y los pantalones Bottega Véneta que se puso para ir a misa, pero se había quitado los zapatos mientras trabajaba, y cruzó la moqueta sin hacer ruido. A través del cristal esmerilado, distinguió la silueta de un hombre de anchas espaldas.
—¿Quién es?
Una voz dura y rotunda replicó:
—El hombre de tus sueños.
Cerró los ojos con fuerza y se dijo a sí misma que no abriera la puerta. Esto no era bueno para ella. Él no era bueno para ella. Pero un coro oscuro, discordante, se impuso a su voluntad. Descorrió el pestillo.
—Estoy trabajando.
—Yo te miro.
—Te vas a morir de aburrimiento. —Se hizo a un lado para dejarle entrar.
Los hombres muy musculosos tenían habitualmente mejor aspecto vestidos con ropa de trabajo que en ropa de calle, pero no era el caso de Capper Jaeger. Sus chinos y la camisa francesa azul, hecha a medida, se ajustaban a su cuerpo a la perfección. Echó un vistazo al área de recepción, evaluando las paredes de un verde frío y la decoración zen, pero sin decir palabra. Ella se negó a dejarle jugar a los silencios otra vez.
—¿Cómo has sabido que estaría aquí?
—Registro de llamadas perdidas.
Nunca debió haberle llamado. Ladeó la cabeza.
—Tengo entendido que tu amo y señor se ha ido de fin de semana con mi rival.
—Las noticias vuelan. Es agradable, este sitio.
La parte más necesitada de ella se regocijó con sus tibias palabras de alabanza, pero Jimin permaneció impasible de puertas afuera.
—Lo sé.
Él contempló el escritorio de la recepción.
—Nadie te ha regalado nada, ¿eh?
—No me asusta el trabajo duro. Las mujeres que han de competir en los negocios tienen que ser duras si quieren sobrevivir.
—No sé por qué, no me imagino a nadie creándote demasiados problemas.
—Ni te lo imaginas. Las mujeres que triunfan son juzgadas con diferente baremo que los hombres.
—Es por tus pechos.
Nunca le habían hecho gracia los chistes sexistas, y se horrorizó al notar que estaba sonriendo, pero era difícil resistirse a su machismo chulesco y desacomplejado.
—Enséñame el despacho —dijo él.
Ella así lo hizo. Capper asomó la cabeza por las mamparas de pergamino, estudió los gráficos de cuotas que tenía pegados en una pared del cuarto de recesos, hizo preguntas. Ella oyó un diálogo distante en español que indicaba que los trabajadores habían decidido dejar de torturarla por ese día; se marcharon por la escalera de servicio. Necesitaba saber más del fin de semana fuera de la ciudad de Jeongguk, pero esperó a haber conducido a Capper a su despacho particular para abordar el tema.
—Me sorprende que Jeongguk no te hiciera acompañarle este fin de semana —dijo él—. Parece ser que no eres tan imprescindible como te gusta creer.
—Dispongo de unos días libres de vez en cuando. Hoy he venido aquí por él. —Señaló su ordenador con un gesto de la mano—. El pequeña señorito Min puede llevárselo a cenar y a beber cuanto le plazca, pero seré yo quien le encuentre un esposo.
—Probablemente.
Ella se sentó en el borde de su escritorio.
—Háblame de las mujeres con las que ha salido en el pasado. Él no ayuda mucho.—No quiero hablar de Jeongguk. —Fue hasta la ventana, miró a la calle y luego tiró de la cuerda de las cortinas, que se cerraron con un susurro suave. Volvió donde se encontraba ella, y sus ojos, tan pálidos y distantes que podrían congelarla, fueron como un cálido bálsamo para su alma marchita.
—Desnúdate —le susurró.