Capítulo 8

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Las palomas se agolpaban en el interior de los apliques enrejados encima de las puertas. El bar, situado en un antiguo almacén muy cerca de la avenida del Norte, se llamaba Suey, y el rótulo mostraba un enorme cerdo rojo con una gorra de camionero.

—Encantador —dijo Jimin arrastrando las sílabas.

Capper le dirigió una sonrisa chulesca y descerebrada que armonizaba a la perfección con su amenazadora cabeza rapada, sus tatuajes intimidantes y sus músculos de matón.

—Sabía que le gustaría.

—Estaba siendo sarcástica.

—¿Por qué?

—Porque esto es un bar de deportes.

—¿No le gustan los bares de deportes? Qué raro. —Le aguantó la puerta abierta.

Ella elevó los ojos al cielo y le siguió al interior. El local era amplísimo y ruidoso, con un olor a cerveza rancia, patatas fritas y loción para después del afeitado, rematado todo con colonia de gimnasio. El bar daba paso a una sala más grande con mesas, juegos y paredes de bloques de hormigón que exhibían los logos de los equipos de Chicago. Entrevio al fondo un espacio aún mayor que contenía taquillas de metal y una pista de voley-playa delimitada por una valla de plástico naranja. Muñecas hinchables, placas de marcas de cerveza y espadas de luz de La guerra de las galaxias colgaban de las vigas vistas. Todo muy de chicos. Gracias a Dios, no era la clase de lugar que frecuentarían sus amistades.

Se había vestido informalmente para la velada, desenterrando viejo par de pantalones de algodón holgados, un cuerpo azul mano ajustado con sujetador incorporado, y sandalias planas. Incluso había sustituido sus pendientes de diamantes por sencillos aretes de plata. Siguió a Capper a través de un bullicioso grupo de veinteañeros que hacía caso omiso del sonido de fondo de los televisores mientras tomaban chupitos de tequila. A medida que la gente les abría paso, tomó conciencia de cómo miraban a Capper las mujeres. Algunas le saludaban por su nombre. Los hombres muy musculosos tendían siempre a vestirse con desaliño, pero el polo marrón café y los chinos que llevaba no podían sentarle mejor, y no había mujer en el local que no se hubiera percatado.

Ella le seguía pegada a su espalda, que era lo bastante ancha para impedir que la gente se tropezase con ella, y se dejó conducir hasta una mesa con magníficas vistas del toro mecánico y la pista de voleibol en la sala contigua. Tuvo la impresión de que pedir vino o un combinado era arriesgarse mucho, de forma que se decidió por una cerveza suave, pero pidió que se la trajeran en la botella. Estaría más protegida si caía porquería del techo.

Capper volvió enseguida con otra cerveza para él y se puso a estudiarla descaradamente.

—¿Cuántos años tiene?

—Suficientes para saber que ésta es la peor cita de mi vida.

—Es difícil de adivinar con mujeres como usted. Tiene la piel estupenda, pero los ojos de mujer mayor.

—¿Algo más? —preguntó con frialdad.

—Yo calculo que cuarenta y tres o cuarenta y cuatro.

—Tengo treinta y siete —replicó ella al instante.

—No, yo tengo treinta y siete. Usted tiene cuarenta y dos. Me he informado un poco.

—¿Por qué lo ha preguntado, entonces?

—Quería ver si se delata cuando miente. —Sus ojos de un gris azulado chisporroteaban de diversión—. Ahora ya lo sé.

Ella se resistió a morder el anzuelo.

—¿Ya hemos acabado con la cita?

—No ha hecho más que empezar. Creo que deberíamos esperar a después de jugar para cenar, ¿no le parece?

J M, HS D K [ggukgi]Where stories live. Discover now